En la Quimera

Intento de cuentos breves fantásticos e irreales.

Por Max

Catorce viejas y un can ocupaban toda la vereda por la que yo pretendía transitar. Octogenarias repulsivas a simple vista. Quejándose y maldiciendo cualquier obra o acto del hombre que no hayan realizado ellas mismas, con sus propias manos. Y rememorando segundo a segundo lo buenos que eran los días cuando ellas eran jóvenes, cuando le encontraban otro sentido a la vida que no sea sólo renegar de todo.

El cuadrúpedo por su parte no se quedaba atrás, ni en años ni en gruñidos. Aunque lo intentaba era absolutamente imposible poder descifrar a qué rara amalgama de razas se acercaba. Era deforme. Su cuerpo alargado recordaba al del Dachshund, mejor conocido como salchicha. Su pelaje desparejo, enmarañado y de un color negruzco con vetas grises repartidas desprolijamente por su lomo, su joroba que causaba que su mirada estuviera siempre más pendiente del suelo que del horizonte, hacían sentir más la presencia de una hiena que de un animal doméstico. Una hiena estirada y con las patas cortas y chuecas. Se percibía que adoraba a algunas de aquellas ancianas. Quizás a cada una de ellas. Marchaba 30 pasos delante del grupo, ladrando a cuanto movimiento o sonido detectara. Y se aseguraba, persistentemente, que continuaran acompañándolo, como si esa fuera su razón de vivir, como si de eso dependiera la vida absurda de aquel grupo de decrepitud.

Maldita la hora que me encontré con ellas y con su perro. Aunque dudo si la relación no se daba a la inversa, si las viejas eran en realidad del perro, y él las sacaba a pasear cuidadosamente. Sea como sea, llegó el momento en el que nos encontramos frente a frente. Yo, dirigiéndome en dirección norte-sur, completamente cerrado a la idea de que no me cruzaría de calle. No tenían más derechos que yo, no tenía por qué hacerlo. Tampoco iba a bajar al cordón para que las catorce viejas continuaran su marcha de quejidos insoportables. No señor. Yo no iba a dar el brazo a torcer ante esa horda de jovatas disconformes del mundo.

Ellas, por su parte, marchaban en dirección sur-norte. El animalejo se había adelantado un poco más, ahora posando su vista intermitentemente en mí, acompañándola de ladridos. No se si me insultaba, si me pedía que les abra paso, o simplemente si me saludaba. Yo no me iba a correr. Apenas si disminuí la marcha para que el viento no apagara el fósforo con el que encendí mi cigarrillo. Tiré la caja y el fósforo en el cordón. Tenía otro motivo para no moverme de vereda. A media cuadra de allí estaba el maxi kiosco del polaco, otro viejo renegado que me abastecía de cigarros y fósforos.

Con las manos en los bolsillos juntaba las dos mitades de mi campera de jean en mi estómago. No tenía frío, era como una suerte de armadura lo que quería formar. Estaba a punto de pasar entre aquellas gerontes y sentía la necesidad de protegerme. Me daban asco con sus caras de insatisfacción. Seguramente lo más cercano que tenían a un nieto era ese desagradable animal que llevaba la delantera.

LLegó el momento del cruce. Cuando pasé por al lado del perro, me clavó una mirada más bien bonachona, como quien te saluda porque te esperaba ansiosamente hace tiempo. Fue él el que se hizo a un lado. Era la primer victoria que lograba. Faltaban las viejas, que no tardaron en llegar. Ellas a diferencia de su perro no se hicieron a un lado. No se inmutaron. Continuaron quejándose de todo, sin percibir mi presencia ni mis intenciones de atravesarlas para seguir mi camino. Entonces tuve que torcionar un poco mi cuerpo, sin quitar las manos de los bolsillos, para lograr pasar. No pude evitar que una de ellas choque mi hombro, desequilibrándome, obligándome a apoyar mi pie izquierdo lejos de mi centro, para recuperar la estabilidad. Inmediatamente otra anciana se llevó puesto mi pie, y prácticamente di un giro de ciento ochenta grados, quedando sin el cigarrillo en mi boca y con la vista puesta en dirección al perro. Tuve un instante de furia desmedida. De haber tenido un arma posiblemente les hubiese dado al menos un susto, que a su edad podría ser sinónimo de muerte. Pero una calma repentina me hizo volver a mis cabales. No pude evitar continuar mi marcha. Nuestra marcha. Cada tanto el perrito nos mira. Nos cuida. Como si supiera que este mundo lleno de jóvenes maleducados es peligroso para nosotras. En otra época una podía caminar tranquila por la calle. Ahora no, más vale andar en grupo así nos cuidamos entre nosotras.

en la quimera

Todos tenemos nuestras quimeras. Esos relatos fantásticos o irreales, o donde se mezcla lo real con lo increíble, la vida con la muerte. Este espacio es apenas eso, un intento de explorar nuestras quimeras.

¡Bienvenidos!

seguidores