En la Quimera

Intento de cuentos breves fantásticos e irreales.

Por Nico


No era la primera vez que sucedía, solo que esta vez lo notamos todos. No podía ser más obvio.

Desde la muerte de Emilce no dejaban de suceder cosas inexplicables: una mecedora moviéndose sin que nadie la tocara; el olor inconfundible de sus Derby Suaves a la hora de la cena; sonidos de pasos y toses en plena noche; y un sinfín de pequeños detalles insignificantes que nos provocaban una sensación de incomodidad colectiva, muchas veces sin darnos cuenta.

Pero esta vez fue mucho más notorio.

La difunta anciana se encargaba cada primero de marzo de desarmar y limpiar completamente el calefactor de la sala. El cambio de clima en esa época del año, golpeaba sobre sus débiles articulaciones produciéndole fuertes dolores en rodillas y manos. Su único alivio era el microclima templado de la sala con el calefactor al mínimo.

El 2 de Marzo, encontramos el calefactor de la sala en mínimo. Nadie lo había encendido. Nos dimos cuenta que ya no podíamos dejar pasar el asunto y nos sentamos en la mesa dispuestos a conversar. Ya era inútil culpar al viento por el movimiento de la mecedora, o a los vecinos por el olor a cigarrillo. Esto no tenía ninguna explicación.

Pasados unos 30 minutos de la conversación, al nombrar a la vieja fallecida la mecedora se movió y continuó haciéndolo con la misma fuerza unos cuantos segundos. Se podían escuchar nuestros corazones latiendo deprisa en el silencio absoluto de la mesa, y antes que la mecedora se detuviese por completo, la anciana apareció.

- Ya es tarde para hacer cualquier cosa que hayan pensado hacer -, dijo con su arrugada y temblorosa voz.

Por más rara que resultaba la situación, nos quedamos inmóviles en las sillas.

- No se los ve asustados. Eso es bueno. Vengo a darles malas noticias... bastante malas. Acérquense.

Nos levantamos de la mesa y sin cuestionamientos nos acercamos. Por algún motivo que nos era desconocido, no teníamos temor a la anciana.

Ya a pocos centímetros de su mecedora, nos detuvimos sin sacarle la vista de encima. La anciana apunto su dedo índice hacia nuestra dirección y dijo: -Vean hacia la mesa.

Allí, sentados en las sillas y desparramados los brazos sobre la mesa, se encontraban nuestros cuerpos. La llave de gas del calefactor no dejaba de emanar su mortal contenido. Entonces, la anciana se levantó, caminó hasta el calefactor, y con su arrugada mano cerró la llave. Luego sonrió.

Por Lolo



Con los primeros destellos salimos corriendo del departamento y vimos como una luna color rojo surcaba el cielo en plena avenida Argentina. Corrimos sin mirar para dónde, imaginando que alejándonos de la ciudad encontraríamos el refugio de los suburbios y descampados.

Era de noche y la luna teñía de bermellón todo el cielo. Era surreal. Escalofriante. De una belleza aterradora. No sólo era roja, si no que ostentaba un tamaño impresionante. Parecía acercarse cada vez más.

Mis reflejos racionales se daban contra la pared al ver todo iluminado por ese color sangre de la luna, que otrora fuese fuente de inspiración de mis poemas y canciones.

Corrimos hacia el sector de descampado del norte de la ciudad, arañándonos las piernas con las espinas de las jarillas y de los alpatacos. Andrea y José se me perdían de vista. A los gritos podía saber que estaban cerca, pero no podía distinguirlos.

-¡Martín!-, escuché. Pero ya no podía ni siquiera distinguir la procedencia de tal llamado. La luna parecía seguir creciendo y el rojo se tornaba cada vez más denso. Seguí corriendo escuchando sólo mi respiración agitada por el monte estepario, y me dejé caer.

Cuando me desperté era de día y ya no había nada. No había ciudad, no había río, no había espinas. No había amigos, ni rostros conocidos. Tampoco había poemas ni canciones. Estaba sólo contemplando un escenario onírico, con la certeza de que no me quedaba mucho más tiempo. Sonreí y me dormí, ya tranquilo por no volver a ver esa maldita luna roja.

Por Nico


- No soy yo quien está ahí-, comenté en voz baja tratando que no me escuche ése a quien miraba. - Ese que lleva mi cara, mi cuerpo... no soy yo-.

Intentaba comprender la disparatada situación que se presentaba ante mis ojos, pero era en vano. Desorientado miro hacia abajo y veo mi cuerpo: la panza, los brazos a sus lados, las piernas y por último los pies. Definitivamente estaba acá, no allá.

El sujeto, una suerte de clon mío, estaba recostado en el césped, con las piernas cruzadas y los brazos abiertos. Su respiración era pausada y constante. El pelo semilargo y desordenado parecía descansar sobre el césped húmedo. Fue entonces cuando lo escuché.

- No te des vuelta. Se lo que te está pasando-, dijo.

Quise girar la cabeza para ver el portador de aquella voz, pero dos fuertes manos devolvieron mi cabeza a la posición en la que estaba sin que pudiera yo evitarlo.

-¡No te des vuelta!-, dijo con tono de regaño, pero susurrando. -No quiero que me mires. Si quieres entender lo que pasa, tendrás que hacerme caso-.

No tenía alternativa. Sus fuertes manos apuntaban mi cabeza hacia donde se encontraba mi clon y no tenían intención de dejar de hacerlo.

-Bueno-, contesté, y sus manos desaparecieron de mi radio de visión.

Sentí una fuerte tentación por girar la cabeza, pero sabía lo que sucedería si lo intentaba nuevamente, así que decidí permanecer en silencio hasta que el hablara. No tardó en hacerlo.

-Eso que estas viendo, es mitad verdad, mitad mentira. Tú estás acá... y estás allá también. Tú aquí, también eres mitad verdad, mitad mentira.

Una tosca mano masculina apareció por mi lado derecho y con un arrugado dedo índice señaló a mi clon.

- Mira debajo de su cabeza. ¿Qué ves?-, indagó.

Dirigí la vista hacia la cabeza, pero no noté nada raro.

-¡Allá! Debajo de la cabeza-, dijo sacudiendo su dedo en dirección a mi clon.

Afiné la vista y estire el cuello hacia adelante, pero no noté nada extraño. Pensé “césped”, e incluso estaba por decirlo, cuando comprendí de qué se trataba. Por debajo de la cabeza no-mía, entre las hojas del césped, y al ras del suelo, corría un silencioso manantial de sangre. Sangre oscura.

- Parece que te estas dando cuenta-, susurró.

Pero no era cierto, no lo estaba comprendiendo. Sacudí mi cabeza hacia los lados, en señal de incomprensión, esperando que me lo explicara, pero en vez de eso, agarró mi cabeza y la giró fuertemente hacia la derecha. Vi un choque. Un auto despidiendo grandes bocanadas de humo, y tras él, mi auto con el parabrisas roto por el lado del conductor.

Comprendí y recordé todo de inmediato. Recordé el reloj en mi muñeca marcando varios minutos de retraso, recordé la música que comenzó a sonar sola cuando arrancó el auto, recordé el encendedor en el asiento del acompañante, una frenada, el encendedor que cae, el intento de alcanzarlo y el choque. Supe entonces que lo que tenía frente a mis ojos era mi propia agonía.

-Tú, aquí, eres mitad verdad y mitad mentira. Ahora ya lo entiendes. Depende de ti de que lado te quedas.

Comprendía lo que decía, pero no sabía que hacer.

-¿Voy hacia allá?-, pregunté señalándome a mí mismo en el césped.

-Sí-, respondió.

Esa es mi historia. Es lo que me pasó. Pocos lo creen. Muchos creen que es mitad mentira.

Por Lolo

Jueves. Seis y media de la tarde. Llego del supermercado. Entro al edificio y respiro aliviado: deben haber 10 grados menos que los sofocantes 40 que hay afuera. Llamo al ascensor. Estoy cargado de bolsas. Transpirado. Cansado. Enojado con el cajero con quien discutí por su demora en atender a los clientes. El ascensor no se abre. No pienso subir con todas estas bolsas hasta el décimo piso.

Dejo todo en el piso y las puertas se abren. Obvio. Como cuando te prendés un pucho y justo pasa el puto colectivo que estuviste esperando una hora. Acarreo las compras del mes, en su mayoría cosas que –indefectiblemente- no me servirán para mucho, y aprieto el 10.

Comienzo a subir. Pienso que al llegar me voy a meter debajo de la ducha antes de acomodar todas las porquerías que hay en las bolsas. De pronto se apaga la luz, se prende al instante y el ascensor se para. El visor no dice en qué piso estoy. Sólo marca ERR, en el rojo habitual. –Genial-, mascullo. -Primero lo del cajero y ahora quedar varado quién sabe a qué altura-.

Aprieto el botón de emergencia, pero no escucho nada. Esbozo un “hola… ¡hola!”, pero el silencio es atormentador y me inquieto. Pienso que debo calmarme, que se va a abrir en el piso 2 y que como un idiota voy a tener que subir hasta mi departamento. Pero no pasa nada y noto como empiezan a correr los minutos.

Pienso que lo que pasa es ilógico, y maldigo simultáneamente al encargado, a la administradora y a mi estúpida idea de ir al supermercado un jueves por la tarde. “No es día de hacer compras”, murmuro agarrándome la cabeza, buscando culpables.

No puedo creer que nadie se dé cuenta de que estoy en el ascensor. No hay dos ascensores. ¿Cómo puede ser que nadie más quiera usarlo? Comienzo a gritar, con un poco de desesperación cada vez que repito “¿hay alguien?”. Sólo silencio.

Me siento en el piso y noto que no están las bolsas. Eran cinco. Estoy seguro. No puede ser posible que no estén. En mi mente recorro hacia atrás lo que hice y recuerdo claramente que entré como pude con las bolsas al maldito ascensor. Estoy absolutamente solo, sin nada. No entiendo. Comienzo a asustarme. Como un flash vuelve a mí el momento en que se apagó la luz y volvió. Nunca me fijé si estaban las bolsas en ése momento.

Mi desesperación y angustia aumentan. No entiendo nada. Me levanto y empiezo a gritar pidiendo auxilio. Se me escapan unas lágrimas de terror. Me siento asfixiado, pávido por la situación, no puedo pensar en nada que no sea poder salir de ése lugar siniestro. Transpiro. Me sudan las manos, la espalda. Tiemblo. Grito desesperado golpeando las puertas del ascensor.

Luego de unas horas, las puertas se abren. Creo estar en la planta baja. Una chica me mira impresionada por mi aspecto, supongo. Le explico lo qué me pasó y le pregunto por las bolsas y, como si me conociera, me dice: “Estoy hace dos horas esperándote…nunca voy a entender por qué los humanos se aferran a ilusiones y continuidades falsas en lugar de aceptar que el apagón es la muerte. Vamos”.

Por Nico

Verla me provocaba un rechazo estridente. Era sin dudas la mujer más vieja y colérica del vecindario. Se la podía ver a diferentes horas del día, agachada en su patio delantero, desgarrando las malezas que opacaban la débil belleza de sus flores, con sus arrugadas manos temblorosas, y su cano y largo cabello sobre su cara.

La hora de la siesta era el momento típico de gritos y reproches: era, claro, el momento en el que salíamos a jugar aquellos chicos que no dormíamos.

Una pelota que se desviaba y aterrizaba en su patio era el comienzo de la mas feroz huida hacia nuestras casas. Dábamos por descartado que el dueño de la pelota debía pensar en adquirir una nueva, mientras escuchabamos los gritos y maldiciones desde la protección de nuestros hogares.

Tampoco se podía hacer mucho ruido. Los festejos de un gol, el griterío de un campeonato de bolitas o el festejo por la victoria de una partida de matanza, eran algunas de las causas más comunes de reproches por parte de la anciana.

La alegría del regreso a mi casa, después de un duro día de escuela, se opacaba al momento de pasar frente a su casa. En ese momento se la solía ver sentada en el alero de su morada, en una reposera verde y roja. Mirando hacia la calle.

Cierto día, al regresar de la casa de un compañero de escuela, la vi en su patio regando sus flores. El suave menéo de la manguera y el delicioso sonido que provocaba el agua al hacer contacto con el suelo, eran terriblemente hipnotizadores. Tenía el cabello peinado hacia atras y una semi sonrisa que le afinaba sus gruesos labios. El débil ruido de una pequeña rama rompiéndose debajo de mi pie la sacó de su trance, y sin desfigurar la sonrisa, desvió su mirada y la clavó en mis ojos.

Su rostro había cambiado. En ese momento no pude notar la diferencia, pero se la veía mas joven, mas alegre... algo había cambiado. De pronto las comisuras de sus labios descendieron y alzando un poco su frente, abrió la boca y dijo "hola". Su voz sonaba serena y clara. Respondí al saludo intentando no sonar atemorizado. Luego la medianera de su casa se interpuso entre nosotros, y la perdí de vista.

En el trayecto entre su casa y la mía, me atacó una sensación de tranquilidad abrumadora, una mezcla inexplicable de felicidad, alivio y comodidad. La preocupación típica de esos momentos nunca apareció.

Entré a mi casa, y como de costumbre en ese horario, la mesa estaba servida con la merienda. Por lo que pude escuchar al entrar, mis papás hablaban de ella. Los saludé y me arrimé a la mesa. Al preguntar acerca del tema de conversación, mi papá, sin demasiadas vueltas, explicó: -Hoy al mediodía vinieron unas personas a lo de Mabel. Parece que el hijo de ella la encontró muerta en su habitación. La llevaron a la morgue.

Por Lolo

En los atardeceres del río Avede, justo en el recodo entre el farallón de la margen norte y el gran sauce al sur, el agua se torna tibia y tornasolada. Cuando el sol termina de irse, el agua conserva ése color y las ánimas se sientan en la orilla a mirar el paso del río.

Pocas veces las ánimas cambian su rito de observar durante el resto de la tarde y la noche el agua correr, contemplando sin cesar el pálido reflejo de sus rostros. El ritual dura sólo hasta el amanecer, cuando se desvanecen con el primer despunte del alba.

El recodo del río Avede es, todos lo saben en el pueblo, el lugar prohibido, al que sólo tienen acceso quienes ya han dejado este mundo.

Ayer por la tarde fui hasta ése lugar para ver si era verdad lo que todos dicen. Con el caer del sol descubrí todo. Estoy encerrado en un eco del río, viendo las luces tornasoladas debajo del farallón. Atrapado para siempre. Vivo. Y muerto.

en la quimera

Todos tenemos nuestras quimeras. Esos relatos fantásticos o irreales, o donde se mezcla lo real con lo increíble, la vida con la muerte. Este espacio es apenas eso, un intento de explorar nuestras quimeras.

¡Bienvenidos!

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