En la Quimera

Intento de cuentos breves fantásticos e irreales.

Por Lolo


Yo sabía que el tren iba a descarrilar. Iban a morir 127 personas en el accidente. La formación iba a salirse de las vías en el kilómetro 27, a la altura de un pueblo llamado Lorne. El mal estado de las vías en el cruce de un vado ocasionaría la tragedia.

Me subí y me senté en el noveno vagón, en la octava fila del lado izquierdo. A mí lado estaba sentada una mujer de buen aspecto. Lucía un poco apurada para ser las siete de la tarde. Debería tener unos cuarenta años. Iba a morir en el accidente. Tal vez, si hubiera sabido su destino, no habría estado tan apurada.

Cuando sonó el silbato sentí un escalofrío. El rugido de la locomotora podía escucharse y pronto la formación se puso en movimiento. Ni el punto de partida ni el de llegada importaba. Sólo importaba Lorne.

La mujer me miró e indagó “¿vos viajás solo?”. Sólo atiné a mover mi cabeza de un lado a otro y luego girar hacia la ventana, para que no me hiciera más preguntas. Seguramente le extrañó ver a un niño de siete años sentado sólo en el tren.

Faltaban pocos metros para el descarrilamiento. Entrelacé mis manos. Imaginé la vía del tren e hice que cediera cuando comenzó a pasar la locomotora. El convoy comenzó a virar hacia un costado, y comenzaron los gritos desesperados dentro de los vagones. Los lamentos eran descomunales. Pronto, el tren comenzó a incendiarse mientras cada vagón iba hundiéndose contra el otro.

Desde mi ventanilla podía ver todo el accidente. Cuando faltaba poco para que el noveno vagón colisionara con el octavo, simplemente salí y me paré sobre el terraplén, a salvo. Todo ocurrió, como ya les dije, en el kilómetro 27, en el poblado de Lorne. Era el mismo lugar donde en un accidente férreo había perdido mi vida. Hace siete años.

Por Nico


La Caverna del Rey Kopmo fue conocida como uno de los mayores mitos de la historia. Existen muchas teorías - basadas en los comentarios de los indígenas de la zona - acerca de su paradero, pero ninguna excavación ha podido dar con ella. También hay historias.

Se cuenta la historia de un explorador, que había conseguido llegar hasta el corazón mismo de la caverna sin siquiera darse cuenta. Se dice que allí encontró tres puertas en medio del habitáculo. Tres inmensas puertas de madera maciza que se alzaban desde el piso hasta el techo, pero que no tenían nada atrás ni a los costados. Cada puerta estaba marcada con una insignia grabada a fuego: una rosa, una silla y una espada. En el centro mismo de cada puerta, había un reluciente pomo de oro.
Dicen que el explorador se acercó a la primer puerta, la de la rosa.

Estando a menos de dos metros de la puerta, noté el verdadero tamaño que tenía. La puerta doblaba mi altura. Pude ver mi reflejo en el inmenso pomo dorado, y pude sentir cómo comenzaba a vibrar. No quise detenerme ahí, aunque el corazón me lo pedía a gritos. Seguí adelante. Cuanto más me acercaba a la puerta, más vibraba el pomo. Estando ya a unos veinte centímetros, posé todo mi peso sobre la pierna izquierda y me incliné hacia ese lado para comprobar que realmente no había nada tras la puerta, pero pese a no ver nada, sentía dentro de la puerta que algo se estaba despertando. Algo estaba pasando tras aquella puerta y no podía irme sin averiguarlo. Acerqué mi mano hacia el pomo que vibraba fuertemente. Comencé a sentir, en las yemas de mis dedos, el aire que se movía alrededor del pomo. De repente dejó de vibrar. Retiré mi mano exaltado y pude ver mi reflejo con gran detalle. Pude ver mi cara con los ojos abiertos de par en par, una gota de sudor que corría por mi frente hacia el centro de mis ojos, y la gorra vieja y desgastada cubriendo una creciente calva. Recuperado del sobresalto, posé rápidamente mi mano sobre la suave y fría superficie de oro. La puerta comezó a abrirse sola. Me retiré tres pasos hacia atrás, para que la puerta no me arrastre consigo, y luego de pocos segundos pude ver su interior.

El explorador no pudo creer lo que vió. Parado frente a él se encontraba el mismísimo Rey Kopmo que lo miraba fijamente a los ojos. Dio un paso atrás horrorizado por la extraña mutación que tenía frente a sus ojos, y en el mismo instante, el Rey Kopmo imitó el movimiento. El explorador levantó su brazo izquierdo como protegiéndose de cualquier ataque que pudiera recibir, y al mismo tiempo, el Rey hizo lo propio con el brazo derecho.

Comprendí en ese momento que lo que estaba viendo era mi reflejo. Detrás de aquella puerta, mi reflejo era el del Rey. De su cintura hacia abajo, crecían peludas y anchas, dos piernas de cabra, que terminaban en afiladas pesuñas blancas. De la cintura hacia arriba, un torso humano, excesivamente musculoso, y sobre el cuello, una negra e inmensa cabeza de cuervo. Realicé algunos movimientos para asegurarme que era mi reflejo, y fue entonces cuando, por el rabillo del ojo, pude ver un pico que salía de mi propia cara. Desvié la vista hacia abajo y vi las mismas piernas de cabra que veía en el reflejo dentro de la puerta.

La caverna comenzó a iluminarse, y comenzó a tomar vida todo a su alrededor. De la puerta que tenía la silla comenzaron a salir extrañas criaturas de mediano tamaño, que hacían una reverencia al pasar por su lado. De la puerta de la espada, comenzaron a salir criaturas más parecidas al Rey, con torzo y cabeza humanos y patas de cabra, armados con lanzas y escudos.
Esa era su servidumbre y sus guardianes.

Del explorador no se supo nunca más nada. Nadie lo volvió a ver, ni se han encontrado restos.
De todas formas, todos sabemos que es solo un mito.

Por Max

Catorce viejas y un can ocupaban toda la vereda por la que yo pretendía transitar. Octogenarias repulsivas a simple vista. Quejándose y maldiciendo cualquier obra o acto del hombre que no hayan realizado ellas mismas, con sus propias manos. Y rememorando segundo a segundo lo buenos que eran los días cuando ellas eran jóvenes, cuando le encontraban otro sentido a la vida que no sea sólo renegar de todo.

El cuadrúpedo por su parte no se quedaba atrás, ni en años ni en gruñidos. Aunque lo intentaba era absolutamente imposible poder descifrar a qué rara amalgama de razas se acercaba. Era deforme. Su cuerpo alargado recordaba al del Dachshund, mejor conocido como salchicha. Su pelaje desparejo, enmarañado y de un color negruzco con vetas grises repartidas desprolijamente por su lomo, su joroba que causaba que su mirada estuviera siempre más pendiente del suelo que del horizonte, hacían sentir más la presencia de una hiena que de un animal doméstico. Una hiena estirada y con las patas cortas y chuecas. Se percibía que adoraba a algunas de aquellas ancianas. Quizás a cada una de ellas. Marchaba 30 pasos delante del grupo, ladrando a cuanto movimiento o sonido detectara. Y se aseguraba, persistentemente, que continuaran acompañándolo, como si esa fuera su razón de vivir, como si de eso dependiera la vida absurda de aquel grupo de decrepitud.

Maldita la hora que me encontré con ellas y con su perro. Aunque dudo si la relación no se daba a la inversa, si las viejas eran en realidad del perro, y él las sacaba a pasear cuidadosamente. Sea como sea, llegó el momento en el que nos encontramos frente a frente. Yo, dirigiéndome en dirección norte-sur, completamente cerrado a la idea de que no me cruzaría de calle. No tenían más derechos que yo, no tenía por qué hacerlo. Tampoco iba a bajar al cordón para que las catorce viejas continuaran su marcha de quejidos insoportables. No señor. Yo no iba a dar el brazo a torcer ante esa horda de jovatas disconformes del mundo.

Ellas, por su parte, marchaban en dirección sur-norte. El animalejo se había adelantado un poco más, ahora posando su vista intermitentemente en mí, acompañándola de ladridos. No se si me insultaba, si me pedía que les abra paso, o simplemente si me saludaba. Yo no me iba a correr. Apenas si disminuí la marcha para que el viento no apagara el fósforo con el que encendí mi cigarrillo. Tiré la caja y el fósforo en el cordón. Tenía otro motivo para no moverme de vereda. A media cuadra de allí estaba el maxi kiosco del polaco, otro viejo renegado que me abastecía de cigarros y fósforos.

Con las manos en los bolsillos juntaba las dos mitades de mi campera de jean en mi estómago. No tenía frío, era como una suerte de armadura lo que quería formar. Estaba a punto de pasar entre aquellas gerontes y sentía la necesidad de protegerme. Me daban asco con sus caras de insatisfacción. Seguramente lo más cercano que tenían a un nieto era ese desagradable animal que llevaba la delantera.

LLegó el momento del cruce. Cuando pasé por al lado del perro, me clavó una mirada más bien bonachona, como quien te saluda porque te esperaba ansiosamente hace tiempo. Fue él el que se hizo a un lado. Era la primer victoria que lograba. Faltaban las viejas, que no tardaron en llegar. Ellas a diferencia de su perro no se hicieron a un lado. No se inmutaron. Continuaron quejándose de todo, sin percibir mi presencia ni mis intenciones de atravesarlas para seguir mi camino. Entonces tuve que torcionar un poco mi cuerpo, sin quitar las manos de los bolsillos, para lograr pasar. No pude evitar que una de ellas choque mi hombro, desequilibrándome, obligándome a apoyar mi pie izquierdo lejos de mi centro, para recuperar la estabilidad. Inmediatamente otra anciana se llevó puesto mi pie, y prácticamente di un giro de ciento ochenta grados, quedando sin el cigarrillo en mi boca y con la vista puesta en dirección al perro. Tuve un instante de furia desmedida. De haber tenido un arma posiblemente les hubiese dado al menos un susto, que a su edad podría ser sinónimo de muerte. Pero una calma repentina me hizo volver a mis cabales. No pude evitar continuar mi marcha. Nuestra marcha. Cada tanto el perrito nos mira. Nos cuida. Como si supiera que este mundo lleno de jóvenes maleducados es peligroso para nosotras. En otra época una podía caminar tranquila por la calle. Ahora no, más vale andar en grupo así nos cuidamos entre nosotras.

Por Nico


El hombre caminaba delante mio. No había notado mi presencia. Su pantalón se arrugaba a la altura de sus rodillas a cada paso que daba. A cada paso que daba, yo me acercaba cada vez mas.

Caminamos así durante algunos minutos. El con su destino fijado, y yo en pos de él. La cacería no duraría mucho.

Nunca faltaron casos como este. Son siempre entretenidos. La soledad se disipa por apenas algunos minutos, esa persona que sigo y yo tenemos mucho en común... por algunos pocos minutos. Estos casos se daban cuando una persona, burlándose de su destino, escapa de mi varias veces. En este caso, fueron cuatro veces. La solución es la misma: cazarlos cuando menos lo esperan, agarrarlos de sorpresa, no darles tiempo a escapar nuevamente.

Las veredas de la avenida principal estaban atestadas de gente. Un sinfín de cabezas y colores se podian ver subiendo o bajando el tramo entre las calles San Martin y Belgrano. El inhumano ruido de vehículos, voces, celulares y maquinas varias, hacían de este cuadro, un perfecto caldo de cultivos para la locura. Sólo hacía falta cambiar el sonido, o solo bajar el volumen, la ciudad sola se expresa: una hermosa danza de colores, formas y sensaciones.

Por un momento lo perdí de vista. El corazón comenzó a galopar dentro del pecho. La preocupación se apoderó de mi. Miré en la dirección que llevaba el hombre, pero no estaba. Miré hacia los costados y tampoco. Hasta que por fin di con él. Estaba simplemente frente a mí. En la vereda del frente. Mirandome.

Podía sentir su mirada posada en mis ojos, podía sentir como su sangre corría por sus venas, podía sentir su respiración, podía oler su sudor, podía notar el suave meneo de su pelo en la brisa matinal.

Crucé la calle. El parecía querer hacer lo mismo, pero solo quedó parado. Pase por su costado y me paré tras él. Sus hombros bajaban y subían al ritmo de su respiración. Podía escuchar los latidos de su corazón. Sentía su preocupación y su miedo. Note cuando acercó su mano derecha al pecho. Comenzó a ejercer una fuerte presión sobre el lado izquierdo. Sus latidos eran una torpe batería de sonidos, algunos fuertes, otros débiles, otros ausentes. Entonces actué. Posé mi mano en su hombro derecho y al instante sentí como algo dentro suyo se quebró. Un fuerte chasquido resonó dentro de su pecho y al instante, el hombre que otrora había burlado mi habilidad, cayó rotundamente al suelo, despojado de cualquier signo de vida.

Me retiré dejando atras a la multitud que se amontonaba para ver el nuevo cadaver que yacía en el piso. Me retiré pensando: "no se sorprendan ni se asusten, mi trabajo es este. No traten de escapar. Sea donde sea, nos vamos a encontrar".

Por Lolo


Verónica lloraba en un rincón. Desconsolada. Lloraba sabiendo que había perdido a la persona que más quería en el mundo. Sus lágrimas manchaban el piso de madera del comedor.

La aflicción de Verónica era tal que Martín, distante sentado en un banco del living, también sentía ganas de llorar aunque no sabía por qué no podía ni siquiera soltar una lágrima. Apenas atinaba a mirarla con una tristeza profunda, pero sin coraje para acercarse, abrazarla y consolarla.

Verónica sollozaba, suspiraba, y volvía al llanto sin consuelo, que parecía eterno.
Martín tenía una mueca rara en la comisura de los labios, como queriendo llorar.

Las lágrimas en el piso reflejaban el rostro de Verónica. Su belleza extraordinaria no se opacaba con los lamentos. Vestía su usual pantalón de jean, una remera azul sin mangas y su cabello estaba semi recogido en la nuca.

Martín, en cambio, vestía una camisa gris y un pantalón de lino negro. Desde su banco miraba el retrato de una Verónica que parecía desconocida. Nunca la había visto llorar. Siempre tuvo sonrisas, caricias y miradas tiernas. Esta vez no. Sólo sollozos.

Por la ventana del comedor, la luz tenue del sol iluminaba a través de las cortinas el rostro de Verónica.

A Martín no había claridad que lo iluminara. Estaba sólo en oscuridad del living, cubierto de sombras.

Verónica sentía mucho dolor, no encontraba consuelo a su aflicción. En un segundo de alivio dijo, con la voz entrecortada: -¡Martín!

Al escuchar su nombre, Martín empezó a experimentar palpitaciones, sudoración y un nerviosismo que jamás había sentido. Intentó pararse y acercarse a Verónica, pero no podía. Estaba inmovilizado. Era imposible ir hasta donde estaba ella.

Verónica se levantó del piso, llorando aún, y se fue de aquella esquina.

Martín quiso gritar y llamarla. Fue entonces cuando el cuarto oscuro de la casa viró en una sala inmaculada e iluminada, pestilente de alcohol y cloro. El banco en el que estaba sentado era simplemente una camilla. Sintió su respiración estimulada por una máquina y una serie agujas lastimando sus venas. Verónica no había sobrevivido el accidente de ésa madrugada.

por Max

Me desperté sobresaltado, dando una profunda inhalación, como si mis pulmones hubieran estado completamente vacíos por largo tiempo. Mi corazón galopaba frenético acelerando mi sangre y mi aliento. Podía sentir las pupilas dilatadas queriendo abarcar todo aquello que la oscuridad les negaba.

Ambas manos, que extrañamente se encontraban semi entrelazadas a la altura del pecho, se apuraron a quitar la obstrucción que comenzaba a molestar en mi garganta. Era un ajustado nudo de corbata. A pesar de lo infinitamente extraño que me resultaba llevar una corbata, aflojé el lazo sin más cuestionamientos pues había detalles en aquella situación que merecían más atención, como el sofocante olor a humedad con un trasfondo leve a madera laqueada, o el calor que se volvía más y más importante con cada segundo de respiración presurosa.

Cuando noté la escasez de oxígeno en el aire el estremecimiento gobernó mi mente y mi cuerpo. Intenté incorporarme pero una barrera golpeó mi cabeza y mitigó la huída. La estrechez del sitio que me apresaba impedía casi cualquier movimiento. Entonces entendí. Exploré aquella superficie con las palmas de mis manos. Primero con calma, analizándola. Luego ejerciendo presión hacia arriba, queriendo apartarla de mí, lanzarla bien lejos para que ya nada me separe del firmamento. Los golpes se convirtieron en rasguños desesperados al notar que cualquier esfuerzo era en vano. Las astillas debajo de mis uñas provocaron ardientes laceraciones que se hicieron más intensas con cada gota de sangre. El aire ya no contenía nada que le sirviera a mis pulmones. Me mareaba.

Uno de mis últimos brotes de razón me hizo comprender que de allí no había salida posible. Fue entonces cuando hundí mis dedos sanguinolentos en las cuencas de mis ojos. Acabé con ellos, pude escucharlos reventar. Sentí su contenido viscoso bañando mis sienes. El dolor era intolerable, pero más lo era el encierro. Con la destrucción salvaje de mi rostro pude olvidar la horrenda prisión en la que me encontraba. Lancé un alarido que se ahogó casi antes de poder salir de mi boca.

Repentinamente, comencé a experimentar una acogedora paz que subía desde mis pies. Mis músculos se adormecían, al igual que mis pulmones. Ya no era necesario respirar, ni ver, ni escapar. La oscuridad se hizo luz, la luz se tornó en la nada misma y todo terminó.

Me desperté sobresaltado, dando una gran inhalación, como si mis pulmones hubieran estado completamente vacíos por largo tiempo. Tenía la boca seca. Muy seca. Necesitaba humedecer mis labios y sentir de paso el alivio de la realidad que otra vez imperaba. - Qué fue eso -, me pregunté, instantes antes de que la tapa castigara mi frente nuevamente. Eternamente.

Por Nico


Todas las noches se repite el mismo sueño, desde hace varias noches.

Estoy en el fondo del patio. Un pasillo. Cuatro departamentos a mi izquierda, cuatro a mi derecha. Es de noche y el pasillo esta completamente iluminado. Se escucha un televisor lejano y un tanque de agua cargando. Estoy fumando. Al frente del terreno hay un enrejado azul y delante de él, la calle vacía y oscura. Me acerco al enrejado, me siento en un cantero. El mundo parece vacío. El televisor ya no suena. Un gato pasa por la calle y al llegar a la otra vereda apura su paso y desaparece entre arbustos. Se sienten pisadas de perro. Es un perro negro. Pasa por la calle sin notar mi presencia. No me muevo. La colilla del cigarrillo me quema los dedos, y sin pensarlo la arrojo a la calle. El perro se detiene, se dirige hacia la colilla aún encendida, la olfatea, levanta la vista y me mira. No me muevo. Levanta su labio superior y muestra sus colmillos. No me muevo. Larga un primer ladrido estridente en el silencio de la noche y agacha su cabeza sin desviar su vista. Le siguen otros dos ladridos, más fuertes que el primero. No me muevo. El perro emprende un galope en mi dirección con sus colmillos al aire. Un chorro de saliva se escapa entre la comisura de sus labios. No me muevo. La reja nos separa. El perro ladra cada vez más fuerte. Las luces del pasillo, a mis espaldas, le dan un color rojizo a sus ojos. La reja no esta. El perro salta en mi dirección con la mandíbula abierta de par en par y muerde. Y yo no me muevo.

Todas las noches. No me muevo. Excepto esta noche.

El perro ladra, se agacha y corre hacia mí. La reja nos separa. Yo estoy sentado en el cantero. Los brazos me cuelgan pesados a mis costados. El perro está tras la reja. Me inclino hacia adelante y me pongo de pie. El perro calla, esconde los colmillos, retrocede un paso y se sienta sobre sus patas traseras. Nos miramos durante unos segundos. Luego hablo.

-¿Por qué?-

El perro no hace más que mirarme

-¿¡¡¡POR QUEEEE!!!?-, grito.

El perro se levanta, da media vuelta y comienza a caminar. Un ataque de ira invade mis pensamientos. Quiero saltar sobre él, alcanzarlo, morderlo, matarlo. Pero la reja nos separa, esa misma que noches atrás desaparecía. El perro continúa su marcha inicial sin prestarme atención hasta que lo pierdo de vista.

Esta noche me quedo en mi sueño esperando que la reja desaparezca. No pienso moverme de aquí. Esta noche me quedo aquí.

Por Lolo

Hoy salí del edificio un tanto apurado. El cielo estaba encapotado, gris y amenazante. Nunca me gustó usar paraguas, así que no tenía ninguno. Entonces, si se largaba a llover, debería cruzar las diez cuadras hasta la oficina, llegar mojado y de mal humor.

Mientras apuraba el paso, vi como un cristal se partía al estrellarse contra la vereda. Extrañado, miré para detectar qué desubicado estaba arrojando vidrios por el balcón. No vi nada. De pronto, otro estallido de cristales contra el suelo y lo que parecía un hecho aislado se convirtió en un fenómeno repetido y recurrente.

Corrí debajo del alero de la farmacia de la esquina y vi como miles de cristales caían desde el cielo sobre la calle, las veredas y algunas personas, que intentaban protegerse de tal demencial diluvio.

El sonido de vidrios rompiéndose contra la superficie era atormentador. Algunas partículas me dieron en el sobretodo y me cubrí como pude las manos y la cabeza, mientras escuchaba gritos aterradores de gente que había sido alcanzada por los cristales.

Fueron minutos que parecían años. El crepitar de los cristales contra el pavimento parecía no tener fin.

Cuando acabó, la imagen era dantesca: personas yacían en el piso ensangrentadas por la inusual torva. Me miré y apenas tenía unos rasguños en las manos. Respiré aliviado. Pero sólo fue un momento. Temprano me di cuenta de que un cristal atravesaba mi pecho, y poco a poco me fui quedando sentado, mientras una leve llovizna, esta vez de agua, comenzó a lavar la sangre del asfalto.

Por Nico


El mar era el mismo de siempre. Cien años después, todo seguía igual. La costa no había cambiado, las palmeras parecían ser exactamente las mismas, el oleaje era idéntico que en aquel tiempo, el olor, la luz, la sensación. Todo era igual.

Una larga hilera de pisadas quedaban tras de mi. Estaba solo. Volvía a estar solo.

Recordaba perfectamente la primera vez que fui a aquel sitio. Me recordaba mucho más impaciente, más nervioso. Esta vez ya no tenía tanto miedo. Sabía a qué me enfrentaba.

La larga caminata por la playa terminaba en un gran círculo de sal, donde se encontraba el jefe, sentado en el centro, mirando hacia el mar. Íbamos a charlar lo mismo que hace cien años atrás: el balance y la proyección para los próximos cien años. Pero esta vez fue distinto. El jefe quería hablar de mí. Lo sabía desde antes de llegar. Todo lo que el jefe quería que sepamos, nos lo hacia saber sin necesidad de hablar.

Al llegar, lo vi igual que hace cien años. La cabellera le colgaba de la nuca hasta la mitad de la espalda. Estaba desnudo, sentado en una pequeña esterilla con las piernas cruzadas hacia adelante.

Al sentirme llegar, el jefe giró su rostro en mi dirección. Sus ojos tan blancos como hace cien años se posaron sobre mí, y casi al instante el anciano comenzó a hablar.

-Voy a necesitar que me reemplaces. Mi tiempo en los mundos ya se está acabando. Durante los próximos cien años recibirás el entrenamiento necesario.
-Sabe el jefe que mi deseo es otro.
-Sí. Pero de todas formas serás mi reemplazo.

Sabía perfectamente lo que esto significaba: cientos de años en soledad atendiendo las demandas de las gentes de los mundos. Eso nadie lo quería. Entonces, el anciano se levantó de su postura de siempre, se acercó a mí, y me susurró al oído el motivo que lo llevo a él a aceptar tan sacrificado puesto.

Ahora que el jefe me lo dijo, conozco la verdad de todo y no puedo hacer otra cosa que esperar. Trabajo en controlar mi ansiedad, pues estos cien años son los más largos que he vivido, parecen no terminar más. El puesto del jefe me pertenece por derecho. Y no puedo dejar que nadie se adelante.

Por Lolo

Rara vez riego las plantas del balcón. Por alguna cuestión que no entiendo, insisten en seguir viviendo a pesar del poco interés que demuestro hacia ellas. Me son indiferentes, me da igual si están o no están. Cuando me acuerdo les tiro un poco de agua y, mientras la ciudad se sofoca con 39 grados, las plantas no se marchitan. Están ahí, firmes.

Hace unos días vi algo raro asomándose en el balcón. Me pareció extraño: vivo en un duodécimo piso y tal cosa es imposible. Atribuí la visión a mi cansancio, al calor, al hastío que me produce esta ciudad.

Horas más tarde lo volví a ver. Aunque no sé si lo vi o si sentí una presencia ajena. Las plantas estaban más verdes que nunca. Las ramas y hojas cubrían gran parte del balcón. Como si de un día para el otro, un elixir las hubiera empujado a colonizar ése sector del departamento. Tomé una tijera de podar, decidido a poner fin a tal situación ilógica.

Corté un gajo y comenzó a salir sangre. No podía creer lo que estaba viendo. Entré raudo al departamento y cerré la ventana. El balcón estaba regado en sangre. En mi desesperación tomé el teléfono y quise llamar a la policía. En ése momento vi un animal peludo que se posaba en el balcón con un aspecto sereno. Era una especie de mono de baja estatura. En sus ojos serenos se reflejaba mi nerviosismo.

El teléfono no funcionaba. Quise salir del departamento, pero las llaves no abrían. Empecé a gritar, pero parecía estar solo en un lugar que ya no parecía mi casa.
De a poco entendí que los esfuerzos eran inútiles. El simio parecía sonreírse. Las ramas terminaron por bloquear la luz exterior y de a poco fueron tirando más gajos por las rendijas de las ventanas.

Inmóvil, desesperanzado y aterrado empecé a llorar, impotente. El mono rompió uno de los vidrios y con una extraña caridad, me miró mientras un líquido rojo cubría todo el departamento. Me miraba mientras yacía en el piso, ahogándome en esa extraña savia de lugares remotos.

en la quimera

Todos tenemos nuestras quimeras. Esos relatos fantásticos o irreales, o donde se mezcla lo real con lo increíble, la vida con la muerte. Este espacio es apenas eso, un intento de explorar nuestras quimeras.

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