En la Quimera

Intento de cuentos breves fantásticos e irreales.

Por Lolo


Gastón estaba en la cocina desayunando. Un hilo de luz se colaba por las cortinas de la cocina. Su madre, María, comenzaba la cocción de sus mermeladas de frutilla, que comenzó a inundar la casa de fragancias silvestres.

Era una mañana agradable. El invierno ya le había dado paso al esplendor de la primavera. La nieve ya era recuerdo y los árboles frutales estaban todos en flor.
Gastón tomó un sorbo de su café y en ése instante se oscureció todo. No podía distinguir absolutamente nada, ni siquiera el fuego de la cocina dónde un segundo atrás estaba su madre. Asustado comenzó a llamarla, pero no tuvo respuesta. Tropezó con los muebles y se dirigió a la puerta para ver qué pasaba.

El cielo estaba completamente negro. Era un eclipse, pero no se veían estrellas. Un sudor frío le corrió por el cuerpo y empezó a llamar a los gritos a su mamá. Pero además de oscuridad todo era silencio. Un silencio perturbador.

Desorientado se sentó en el portal y se acurrucó. Comenzó a llorar del terror. De pronto se iluminó todo. Estaba sólo en medio de un pastizal amarillento. Miró hacia atrás y vio su casa. Caminó con cierta dificultad hasta llegar. La estructura estaba visiblemente deteriorada. Abandonada. Entró. Sólo cuando miró su rostro en el espejo roto del baño, cargando 30 años más de los que tenía cuando las fresas aromaban la cocina, Gastón entendió todo.

Por Lolo


Marcela tenía su cabeza llena de pensamientos inconexos y de cavilaciones. Cuando hablaba expresaba ideas confusas, confundía realidad y fantasía, y su semblante revelaba una marcada perturbación. Juan Pablo, su novio desde hace 3 años, estaba atento y preocupado, pero no podía hacer demasiado hasta que aclarara. Entonces la llevaría al médico del pueblo, distante a unos 10 kilómetros de la estancia.

Intentó hablarle, pero Marcela no parecía escuchar. Así que simplemente se acostó cerca de ella y le cantó algunas canciones hasta que se quedó dormida. Se sintió más tranquilo y pudo descansar un poco.

Por la madrugada, Marcela tomó el coche y se fue directo hasta el desfiladero del cerro Azul, a orillas del lago. El auto frenó al dar contra un árbol. Desde allí corrió hasta el barranco. Miró las gélidas aguas, apenas iluminadas por una difusa luna que apenas sobresalía de entre los árboles y la niebla de las montañas.

Lanzó un grito aterrador y se arrojó desde aquel precipicio, golpeándose la cabeza en las rocas y cayendo, finalmente, a las frías aguas.

Juan Pablo se despertó sobresaltado con la imagen de Marcela agonizando en la costa pedregosa del lago. Horrorizado corrió a buscar el auto, pero ni siquiera pudo salir de la casa. Marcela dejó de respirar y en ése momento se borró para siempre el recuerdo de Juan Pablo, que luego de su muerte subsistía en la casa de la estancia como una idea confusa de realidad y fantasía.

Por Lolo



Nicolás se levantó del sillón, corrió las cortinas y miró por la ventana hacia la calle. Sostenía un porrón de cerveza en la mano. Le intrigaba saber de dónde provenía un agudo sonido. Era una vibración que parecía crecer a cada momento.

Desde su balcón no pudo ver nada. Apenas algunas luces borrosas envueltas en la niebla, un tanto frecuente en ésa época del año.

Volvió y se acomodó en el sillón, un tanto inquieto con el silbido. Se quedó ahí. Inmóvil. Alerta. El sonido, en una extraña frecuencia alta, iba creciendo de a poco. Nicolás comenzó a hacer conjeturas de todo tipo. Se tranquilizó pensando que era alguna alarma lejana.

Pero lo que en un momento era un susurro se convertía de a poco en un silbido cada vez más insoportable. En un instante, el pitido comenzó a ensordecerlo. Se tapó los oídos con un almohadón, pero era inútil.

En pocos minutos estaba tirado en el suelo, quejándose con gritos sordos. Comenzó a salirle sangre de los oídos. Se agarraba la cabeza, impotente. No tardó mucho tiempo para que explotaran todos los vidrios del departamento. Agonizando, recordó lo que pasaba a diez mil kilómetros de ahí: el primer ataque de los Altruos de Terracot.

Por Matías Pecile [escritor invitado]



“Aquellos dos de la moto, la señora que esta sacando la basura y el anciano del parque”, dije, casi sin mirar mientras completaba el crucigrama de una vieja revista que había olvidado en el cajón de mi ya gastado escritorio. Y es que la verdad ya estaba cansado de la misma rutina. Cuando acepte el empleo nunca imagine que llegaría a sentirme así algún día. Verdaderamente era muy prometedor, y yo tenía grandes planes. Muy buenos, para ser sincero, pero planes que no sé en qué parte del camino se fueron perdiendo.

Los empleados ya comenzaban a amontonarse en la puerta que llevaba grabado mi nombre, así que levante la vista y seguí dictando: “el gordo del ascensor, la parejita que esta de excursión por la montaña y toda la costa occidental de Sumatra”. Creo que últimamente me estoy volviendo muy nostálgico y cada vez me está sonando más fuerte la idea de enviarles el meteorito y tomarme esas vacaciones que nunca me tomé.

Por Lolo



Una leve brisa soplaba desde el sur y le daba de lleno en la cara. Desde ése balcón podía ver la inmensidad de la ciudad. Ése entramado de avenidas y edificios del cual se estaba despidiendo inmerso en pensamientos caóticos y desordenados.

Las drogas circulaban libres por todo su cuerpo, haciéndole perder toda sensación de realidad. No le asustaba nada. Esa brisa fresca en el rostro era la única percepción real que tenía. Y sabía que ahí, desde ése piso 26, enfrentaba a la muerte. Incluso se reía de ella.

Era una cuestión de decidirse. De dar ese paso que separa la delgada línea entre la vida y la muerte. Bastaba un envión para ponerle un punto final a todas sus cavilaciones. Mientras trataba de decidirse intentó recordar su vida, pero no pudo, aletargado por el efecto de los narcóticos. Entonces se dejó caer.

Aquella brisa se hizo cada vez más intensa, más fresca, más vital. Alcanzó a pensar sobre la ironía de la vitalidad del éter. Podía ver próximo el asfalto.

La brisa se transformó en una corriente que comenzó a llenarlo de aire, un aire cada vez más espeso y fresco. Mientras se acercaba al suelo, más aire entraba a sus pulmones. Más y más aire. Fue entonces cuando con un sobresalto se incorporó sobre la camilla, se retiró la mascarilla de oxígeno y se secó las lágrimas, envuelto aún en pensamientos caóticos y desordenados.

Por Matías [escritor invitado]

Desde niño intuí que mi vida estaba regida por un vínculo especial con la muerte. Sin embargo, no fue hasta mi juventud que logre entender el mecanismo. Todo se dio gracias a un accidente. Volvíamos con unos amigos de acampar cuando todos oímos el ruido de la llanta que se reventaba antes de que la camioneta diera 3 vueltas y cayera por el barranco. Nadie podría haber sobrevivido a tal catástrofe, y de hecho nadie lo hizo. No obstante, ahí me encontraba yo, de pie junto al vehiculo, observando la aterradora escena. Y en ese momento comprendí de qué se trataba todo aquello. Se me otorgaban 24 horas para pagarle a la muerte mi derecho a seguir viviendo con otra vida. Pero no era tan sencillo, pues no era yo quien elegía a la victima, sino que la misma muerte era quien fijaba el objetivo. Y el precio era cada vez más alto. Fue así como perdí muchos amigos y hasta a mis padres. Sin embargo, hoy me encuentro ante la peor decisión de mi vida. Me quedan tan solo dos horas, y mi prometida me espera en la habitación. Aunque a fin de cuentas, a ella la conozco apenas hace dos años, mientras que la muerte ha sabido cuidarme toda mi vida.

Por Lolo

En la arena central yacía una estatua amorfa de piedra volcánica. El constante viento hacía crujir las hojas caducas que alfombraban el anfiteatro. Caminó inseguro sobre aquellas hojas amarillentas y tocó la estatua que estaba semi-enterrada. Al instante experimentó una energía inesperada, intensa y envolvente que jamás había sentido. Se sintió incapaz de saber qué estaba pasando, mientras de a poco iba perdiendo la noción de sus sentidos. De todos. Arrepentido, quiso sacar su mano, pero era imposible. No tenía fuerzas. Ya no podía sentir nada.

En la arena central yace una estatua amorfa.

Por Lolo

Juan y Sabrina estaban en la habitación del hotel. Mientras ordenaba un poco su ropa, Juan la miró y sintió que empezaba a vivir algo que ya había vivido. Desde un proceso inconsciente a uno consciente, comenzó a saber qué iba a ocurrir luego. Sabrina lo miraría y le preguntaría si estaba todo bien. El respondería que sí, con una sonrisa mientras hacía un bollo con una remera y la ponía en el bolso. Así sucedió.

Él se sentó y miró por la ventana el cielo estrellado. Supo que Sabrina le preguntaría si ya era hora de cenar y le propondría ir al restaurante próximo a la plaza. Él le iba a decir que no, que prefería dormir. Esperó a que ella le hiciera la pregunta y procedió tal cual lo vaticinaba el déjà vu recurrente. 

Comenzaría una serie de reproches que terminarían a los gritos. Y pudo sentir cómo las cosas se irían poniendo cada vez más tensas, revelando la decadencia de la relación que mantenían hace cinco años. Las cosas iban a terminar mal y se dio cuenta de que al final de la discusión, Sabrina moriría. 

Aterrado, se vio envuelto en la discusión que previó hace sólo unos segundos. Reclamos, quejas por cosas que nunca habían aclarado ni resuelto, reproches por actitudes que no lograban concertar viraron en una escena llena de discordia con gritos y violencia. 

Pudo ver próxima la muerte de Sabrina cerca. Trató de salirse de la disputa, quedándose callado. Al hacerlo, se dio cuenta de que eso también lo había vivido. Se preguntó qué podía hacer para escapar de esa situación y evitar la muerte de ella. El propio pensamiento de escapar también lo había vivido. 

Corrió por las escaleras y se tropezó en el tercer escalón. Dio una vuelta en el aire y su nunca dio de lleno contra una baranda de metal rota, que se le clavó en la espina. Fue perdiendo de a poco la sensación de deja vu que lo había consumido media hora antes, mientras una perturbada Sabrina tomaba el revolver del conserje, y entre desesperación y terror lo apoyaba sobre su sien viendo el cuerpo de Juan desvanecerse. Gatilló. Juan, sólo entonces, se dejó ir. 

Por Matías Pecile [escritor invitado]

De todas las torturas que ellos podían haber imaginado, ninguna se comparaba a la horrible sensación que aquel hombre lograba producir en mí. Su mirada ausente era como una espina que se clavaba en mis ojos. Su pasividad me corroía por dentro.

Daba la sensación de haber estado siempre allí, en la misma posición, sentado frente a mi, envuelto en esas ropas harapientas y todo cubierto de un polvo que lo hacia parecer parte de esta celda medieval.

Y eso era lo que más lograba molestarme. Cómo ese pobre inútil había dejado que ellos lo redujeran a tal condición, despojado de toda dignidad e incapaz de huir a pesar de que hace años los grilletes que cubrían sus muñecas habían sido quitados y ya ni siquiera se molestaban en colocar aquel oxidado candado en la puerta.

De todas las torturas que ellos podían haber imaginado, ninguna se comparaba al silencio de ese anciano, que irrumpía en mi cabeza y no me dejaba pensar en otra cosa que en su estúpida quietud.

Su imagen lo teñía todo y me imposibilitaba hacer cualquier cosa mas que odiarlo permanentemente con un odio que antes de verlo allí postrado siquiera sabia que podía existir dentro mío.

Y la misma escena repetida diariamente no hacia más que sacar lo peor de mí y llevarme a desear con desesperación acabar con aquel tormento a pesar de que sabía que todavía quedaban años de la misma rutina.

De todas las torturas que ellos podían haber imaginado, ninguna se comparaba a la torpeza de aquel guardia que olvido hace tantos años ya aquel espejo de la esquina opuesta de mi celda.

Por Lolo


El cielo amenazaba con desprenderse por completo luego de la primera gran explosión. Colores surreales surcaban las alturas. Se mezclaban rojos intensos alrededor del sol, con púrpuras sombríos hacia el horizonte y auras verdes en los intersticios.

La segunda explosión rajó paredes e hizo temblar la habitación donde nos tratábamos de proteger del suceso dantesco al cual asistíamos como desafortunado público. La casa había desaparecido luego del vendaval, y el ventanal blindado de la habitación subterránea nos permitía ver el espectáculo.

Mis papás nos abrazaban a mi hermano y a mí, y trataban de tranquilizarnos, pero estábamos ensordecidos. Yo sólo escuchaba un pitido inalterable mientras volvía a poner mis manos en las orejas en caso de que hubiera una nueva explosión.

Pasadas unas horas, el cielo cambió de color con la llegada de la noche. Los azules e índigos no dejaban ver las estrellas.

Pasaron un par de días y entonces mi papá nos explicó que existía un planeta llamado Terracot y que un infiltrado de allí, haciéndose pasar por científico, había decidido acabar con la Tierra. Ahí nos abrazamos y, claro, nos preparamos para lo peor bajo un cielo escarlata que anunciaba el final del planeta.

Por Nico


Estabámos todos preparados, expectantes. El doctor Buyanovsky era, por ser el jefe del proyecto, quien tendría los honores. Su larga barba blanca llegaba hasta el primer botón de su inmaculada bata, y sus arrugados ojos podían ver mucho mas allá de lo que el común de la gente podía ver. Notaba el nerviosismo que había en el ambiente y retrasaba la puesta en marcha de aquella máquina para aumentar la expectativa. Lo disfrutaba.

El público presente no superaba las 25 personas. La mayoría éramos participantes en el proyecto, y el resto, representantes gubernamentales y militares.

Cuando el murmullo creció lo suficiente, como para dejar de considerarlo murmullo, el doctor se posó junto a la máquina y levantó un brazo para conseguir atención. El silenció llegó súbitamente. Repasó cada uno de los rostros presentes y comenzó su discurso:

- Como todos aquí sabemos, el planeta Terracot, descubierto hace ya cuatro años, alberga una especie de vida inteligente. Nuestra misión, desde aquel tiempo a esta parte, ha sido construir esta máquina que aquí ven, con un único motivo: destruirlos, por la seguridad de todos.

Algunos asentían con la cabeza el resto simplemente miraban el aparato como si no pudieran quitarle los ojos de encima. El doctor no dio importancia a los rostros inmóviles que tenía frente a él, y continuó:

- Se ha demostrado que la especie es extremadamente peligrosa en todo sentido, y si dejásemos que viva, probablemente en algún momento de la historia, ellos lanzarán la primera piedra.

Luego, sin dudarlo un instante, posó su mano sobre un gran interruptor en la consola, y lo accionó. De a poco comenzó a sentirse un zumbido y algunas luces del exterior del inmenso armatoste, empezaron a parpadear. Luego el zumbido se hizo mas fuerte y una gran placa, de un extraño cristal, colocada en la parte superior iluminó el techo del gran galpón con diferentes tonalidades de azul. Casi gritando, el eminente físico prosiguió:

- En breves instantes, la placa de prolixetino alcanzará la temperatura, presión y vibración necesarias para su fundición y el gas expedido en ese instante mismo, contaminará la atmósfera de nuestro planeta tal como lo conocemos ahora.

Algunos recuperaron la conciencia y miraron directamente aquellos arrugados ojos, poniendo cara de no comprender lo que estaba diciendo. Otros continuaban viendo la máquina. Luego el doctor, finalizó su discurso:

- Noto incomprensión en algunos rostros. El asunto es muy sencillo: mi misión ha sido exterminar una especie peligrosa... pues bien... he elegido la exterminación de la especie mas peligrosa que se podría haber elegido en...

Por Lolo

Es raro, pero vuelo. Cualquier situación conflictiva que se me presenta la resuelvo de forma simple. Me elevo por los aires y busco un mejor lugar en el cual el conflicto no exista, donde la liviandad del aire me sosiega y me da nuevas fuerzas.

Hoy estaba en el bosque acopiando leña, porque el invierno está próximo. Era mediodía pero la espesura de la floresta me ocultaba los destellos del sol. Con una brazada de vigas, tenía que caminar a través de los árboles para llegar a mi casa, ubicada en una pampa al lado de un arroyo.

De pronto sentí ladridos acercándose. Ladridos y jadeos de fieras dispuestas a atacarme. Sin pensarlo, hice un breve movimiento con mis brazos y me elevé por sobre los árboles, dejando caer los leños. Al mirar hacia atrás pude ver una jauría de perros o lobos, no los pude distinguir bien.

Continué ascendiendo y pude observar una panorámica majestuosa de la pampa donde estaba mi casa, en el faldeo del cerro coronado por nieve y el manso arroyo. Me alegré de haber escapado y comencé a descender rápidamente hacia el lugar donde estaba mi casa.

El descenso se tornó un tanto incontrolable, con ligeras oscilaciones de mis brazos logro estabilizarme y al llegar me despierto apenas un segundo, solo para darme cuenta de que el asfalto en pleno centro de la ciudad ha quedado cubierto de mi sangre. Cierro los ojos mientras escucho un coro de gritos como telón de fondo. Es raro, pero vuelo.

Por Nico


Las luces se apagan. Cierra sus ojos y espera quieto. El cuerpo se le impacienta. Aprieta los puños clavando las uñas en las palmas, cuando de repente, suena la primera nota.

El violín ejecuta impecable una melodía calma y elegante. Las notas frías le bajan desde la nuca hasta la cintura, recorriendo toda la espalda, dejando un manto de piel de gallina. Los hombros se relajan y la frente se alza.

La obra continúa y se suman instrumentos. El corazón late plácido al compás de la música, y dirige los movimientos del resto del cuerpo. El torso se menea suavemente de izquierda a derecha y, con el cuello flojo, la cabeza lo sigue unos instantes retrasada. La mano derecha dibuja ondas y círculos en el aire como queriendo moldear su propia interpretación de la melodía. La otra mano descansa sobre la falda.

El inesperado ingreso de trompetas le da un vuelco en el corazón. Disonantes y estridentes presagian algún mal augurio. Una mueca de dolor se percibe en su rostro, mientras los brazos se aprietan al costado del cuerpo. Contiene la respiración. Luego de un instante, el violín retoma la melodía, esta vez acompañado por timbales. El corazón reanuda su estable marcha acompañando la música.

Durante algunos minutos la magia musical lo mantiene con vida, provocándole esporádicas palpitaciones con la ejecución de alguna síncopa, o taquicardias, producto de matices fortes o tresillos.

Ya hacia el final de la obra, el director de la orquesta ordena disminuir la velocidad de ejecución. La respiración se pausa y el corazón se escucha fuerte dentro del pecho. Abre de par en par los ojos. Las últimas figuras musicales acompañan a los últimos latidos. Uno, otro, y otro más, cada vez más pausados, hasta que al fin llega el silencio.

Luego, una multitud de aplausos colma la sala súbitamente. Los brazos caen a los costados del cuerpo, la espalda se apoya completa en el respaldo, y antes que la cabeza caiga pesada hacia atrás, alcanza a decir su última palabra: "Bravo!".

Por Lolo


Abrí los ojos y todo estaba oscuro. No podía distinguir ninguna figura ni silueta ni nada. Un poco asustado, fui hasta la pared de enfrente y accioné el interruptor. No funcionaba. Sólo se escuchaba el clic del artefacto que no encendía la lámpara principal del departamento. Ni siquiera podía calcular la hora pero supuse, a la ligera, que eran las 3 de la madrugada.

Resolví irme a dormir a esperar que vuelva el día y llamar a la empresa de energía para que informe qué desperfecto hubo. Me acosté con los ojos abiertos, pero era imposible percibir algo en la penumbra espantosa. Pasaron algunos minutos y yo estaba ahí, mirando el techo, desvelado. El persistente lobrego de la habitación me inquietaba. De pronto me dormí.

Me desperté agitado. Asustado. Toqué mi frente y estaba sudado, casi a punto de las lágrimas. Me incorporé y recordé mi sueño. En medio de la noche me despertaba e intentaba accionar el interruptor de la lámpara en medio de la oscuridad, una acción totalmente inútil estando solo, simplemente con mi ceguera.

Por Nico


El delicado silbido de la flecha se sintió por apenas pocos instantes, pero para el hombre alto fueron una eternidad. Luego la flecha entró por su pecho desgarrando piel y carne hasta alcanzar el corazón. Cayó al suelo sobre sus rodillas y luego se desplomó por completo sobre las piedras del camino. Muerto.

Ya en el suelo repasó lo sucedido. Se recordó huyendo, corriendo a toda prisa. Recordó la presión que ejercía el agitado corazón, la respiración acelerada y el ruido de sus pies golpeando constantemente el suelo. El recodo del camino guardaba una sorpresa que no esperaba y que seguramente no deseaba. En la mitad del camino, a poca distancia, un hombre con un pie y una rodilla en el suelo, apuntaba su flecha tensando el arco hasta más no poder.

Luego recordó la disputa que dio origen a la persecución. Las palabras que había utilizado habían sido las correctas en cada momento. El enfado de sus interlocutores había sido súbito e injustificado. Entonces retrocedió en el tiempo y vio el momento en el que había llegado, y antes el arribo del avión, y mucho antes la compra del boleto.

En ese momento comprendió que no estaba muerto completamente. Estaba tirado en el suelo inmóvil, pero vivo. Tenía una única oportunidad de continuar con su vida, y no la quiso dejar pasar. Comprendió que lo que tenía que hacer era simplemente levantarse, pero no pudo. Sus piernas y brazos no respondían, su respiración había desaparecido, y su corazón estaba más silencioso que nunca.

Entonces sus sensaciones comenzaron a menguar. Los recuerdos se borraron, los sentidos se bloquearon y sus pensamientos todos parecían un horrendo murmullo casi sordo. En cuestión de algunos segundos todo había desaparecido. El hombre alto se convirtió en solo un recuerdo

Por Lolo


Estira la mano y vuela. Es un pez dentro del agua. Con movimientos firmes debajo de su abdomen, se desplaza por la piscina con la majestuosidad de los delfines. Se siente poderoso, abstraído del mundo y de las personas.

Secretamente va planeando por debajo del agua, soltando aire de a poco para llegar al otro lado. Son 25 metros que logra sortear con facilidad y luego se arriesga a ir y volver sin sacar la cabeza del agua. Lo consigue. Una mueca de satisfacción se le dibuja en la comisura.

Comienza a hacer gala de sus estilos. Libre, pecho, espalda, mariposa. Cada movimiento que ejecuta muestra la precisión del talento y la disciplina. Se siente vigoroso, admirado, fuerte. Es capaz de tomar consciencia sobre cada músculo de su cuerpo.

El agua no alcanza a ser tibia, lo que le permite mejores movimientos. Puede ver con claridad el fondo de la pileta, los andariveles y las boyas. Usa todos estos elementos para volar en el agua.

Mientras se desplaza ágil y liviano, siente una pequeña presión en el pecho. La presión se incrementa y sacude la cabeza para despabilarse. El auto lo aprisiona entre hierros retorcidos, y va hundiéndose lentamente en una ciénaga pestilente.

Por Nico


Sentado al borde de la cama, mirando hacia las puertas mas grandes del placard, espera el niño su rutinaria higienización diaria. La enfermera lo recuesta nuevamente sobre la cama, y con un trapo blanco empapado en agua y jabón, recorre todo el cuerpo del niño. Luego lo enjuaga con otro trapo y agua tibia. Lo seca, cepilla sus dientes, lo peina, lo sienta nuevamente al borde de la cama, y le da la pelota de tennis.

Sus manos habían desarrollado una gran habilidad para jugar con la pelota: dos rebotes, uno en el piso, otro en las puertas del placard, y la pelota volvía a la mano. Todo eso sin quitar la vista de las puertas del placard. Si por alguna razón la pelota rebotaba en otra dirección, o sus pequeñas manos no alcanzaban a agarrarla, el niño se quedaba quieto, sentado al borde de la cama, mirando las puertas del placard. Pero sabía, que tarde o temprano, el silencio invadiría el inmenso caserón, y la enfermera atravesaría la puerta y le alcanzaría nuevamente la pelota.

Su agenda era cada día igual: se despertaba y se sentaba, lo higienizaban, jugaba con la pelota, almorzaba, lo ayudaban para defecar y orinar en el baño (si no lo hacian, luego habría que limpiar la habitación), jugaba con la pelota, cenaba, lo acostaban y se dormía. Todos los dias lo mismo.

Desde la habitación del niño se podía ver toda la ciudad. El inmenso ventanal del cuarto piso del antiguo caserón, correspondía a la habitación del niño. Pero él siempre miraba hacia el lado opuesto, hacia el placard. Sus dos padres (su madre primero y luego su padre) se quitaron la vida saltando desde aquel ventanal.

Cierto día, luego del rutinal almuerzo, y mientras esperaba que se complete la digestión del niño, la enfermera se asomó, simplemente por curiosidad, a aquel ventanal desde donde los suicidas pasaron sus últimos segundos de vida. Notó la gran altura en la que se encontraba, y observó, un pequeño trozo de papel, atado con una cinta a la baranda del reducido balcón. Abrió el gran ventanal y estiró su brazo para alcanzar el papel, pero sintió en ese mismo momento, como dos pequeñas manos la empujaban desde atrás. Sus muslos golpearon fuertemente contra la baranda, y luego su cuerpo entero paso por sobre esta. Al instante se encontraba agarrada fuertemente a la baranda, colgada por el lado contrario al balcón. El niño miró fíjamente las manos de la enfermera. Luego comenzó a separar uno por uno los dedos hasta que la enfermera cayó. Luego volvió lentamente hasta la cama, se sentó y continuó con su juego.

El juego de empujar gente por el balcón no se daba muy a menudo, pero lo disfrutaba mas que nada en el mundo.

Después de cada Semana Santa, Él era incapaz de escribir una palabra en su teclado. No había motivos religiosos, pues ni siquiera entiende los ritos que se practican en los días santos, tampoco por excesos gastronómicos derivados de los días libres fuera del trabajo, y mucho menos la pereza que podría generar tener cuatro jornadas sin ningún tipo de trabajo y responsabilidad.

Y de pronto, sin pensarlo, comienza a escribir la mejor historia jamás contada, con el uso más correcto de los recursos literarios que Él mismo se pudiera imaginar. Una invención hilvanada desde la hipérbole, y que se extiende con agudeza, sentido e imaginación hasta el final, que sorprende con un giro que a nadie se le hubiera imaginado, y que permite reconstruir la historia hasta el principio permitiendo retomar cada palabra como un detalle constructor de la narración. Él parpadea. La pantalla está en blanco y el cursor sigue titilando.

Por Nico


El camino se hacía largo y el sol parecía querer que renunciase. Desde la finísima arena de las playas del sur, hasta el pedregullo que atravesaba en aquel momento, el sol parecía haberse enfadado conmigo, castigando con sus rayos cada vez mas potentes.

No solo el sol había cambiado. También lo había hecho la vegetación. Cada aproximadamente 50 metros, me encontraba con un inmenso matorral verde y blanco de una especie de gramilla gigante que impedía el paso. Tardaba unos 5 minutos en rodearla para retomar mi camino.

Luego de varios minutos de caminata, me encontré con la primer piedra de tamaño considerable: me llegaba hasta la cintura. La esquive por la derecha, pero por lo que ví más adelante, era en vano. El camino seguía atestado de piedras de ese tamaño.

El sudor corría por mi frente empapando completamente mi rostro, y hasta la mitad superior de la camisa que llevaba en aquel momento.

Comencé a escalar. Una gran montaña de piedras se alzaba en frente mío. Si quería seguir el mismo camino, debía escalar. Al llegar a la cima, pude observar como el paisaje empeoraba. Grandes montañas de piedras inmensas colmaban el horizonte.

En ese momento lo note. Las montañas se alejaron y la gran piedra que tenía bajo mis pies creció, duplicó su volumen, o lo triplicó. Entonces comprendí que era yo quien se encogía, pero ya no lo pude resistir. Caí al suelo agobiado por el sol y ya no me pude levantar.

Por Lolo


La heroína de las alturas hacía danzar las nubes con ritmo hipnótico mientras avanzaba veloz desde una cordillera a la otra. Su cabello liso y oscuro contrastaba con los destellos de sol que se filtraban por medio de los nimbos.

Algunos días descansaba en las cavernas del Este, desde donde miraba los cielos diáfanos despojados de vapores. Cuando llegaba el momento, descendía hasta el lago de los Antiguos, giraba y despertaba una tromba con la que luego jugaba en medio de las cordilleras, a veces convirtiéndola en tormenta nieve, a veces en copiosos aguaceros, y a veces en sólo una amenaza gris en las cumbres.

La fuerza de la heroína de las alturas era inexplicable. Los lugareños la amaban tanto como la odiaban. La endiosaban y la demonizaban con la misma facilidad que la heroína convertía en escombros las construcciones de los lugareños con un fuerte chubasco.

Los lugareños no encontraron nunca la forma de complacerla y hacer que sus acciones favorecieran sus sembradíos. Es que ella no actuaba por mandato, sino por sus instintos de preservación de la vida en las cordilleras, que incluía a los lugareños y a la diversidad de especies que habitaban el lugar.

Alguna vez intentaron sacrificios de animales, plegarias, danzas implorando que pare el aguacero, entre otros ritos. Pero la heroína ni siquiera notó tales esfuerzos. Ella actuaba por instinto de preservación, no por supercherías.

Y cuando el suelo crujía por la sequía, volvían a la carga con los rosarios de ritos que, no cabía duda, no servían para nada. La heroína de las alturas simplemente descansaba en un otoño luego de un verano borrascoso.

Cuando volvía el agua a los campos, los lugareños repetían sus sacrificios agradeciendo las bondades de la heroína. Gestos que ella jamás vio. Ella actuaba por instinto de preservación. Así de simple.

Un día, la heroína decidió inundar el valle entre las cordilleras, envolviéndolo en la borrasca jamás vista en la historia y acabar con todo vestigio de vida. Todos los lugareños, los árboles, los animales y otras formas de vida se extinguieron al paso del feroz vendaval de agua. Es claro: ella actuaba por su instinto de preservación.

Por Max


La situación era en extremo complicada y obligaba indefectiblemente a tomar decisiones difíciles de digerir. Nadie deseaba estar en los zapatos de aquellos que debían actuar por poseer cargos públicos cuyas funciones así lo establecían. Las gargantas de esos hombres y mujeres se anudaban en cada discurso que brindaban anunciando quiénes eran los que seguirían. Fueron temidos, odiados y maldecidos por multitudes sedientas, aunque la historia ha sabido comprender el rol que jugaron aquellos hombres y aquellas mujeres, y los ha librado de culpa y cargo. Porque se quiera o no, aquellas determinaciones eran tan crueles como necesarias para poder postergar la partida de este mundo lo máximo posible.


Muy por el contrario de lo que se cree, las cosas no se pusieron difíciles de un día para el otro, sino como eslabón final de una larga cadena de sucesos que fueron erosionando poco a poco la base que sostenía a la sociedad toda en su paz aparente.


Cuando salieron a la venta los primeros vehículos ultra económicos, nadie pensó que tendrían éxito, por aquello que se comentaba acerca de su dificultad de manejo. Casi con sorpresa, y muy posiblemente con la ayuda de los famosos que adquirieron los primeros ejemplares con diseños exclusivos, las ventas treparon hasta lo inimaginable. Pronto, toda persona poseía uno de esos eco automóviles y lo utilizaban para desplazarse por toda la ciudad. Llegado el momento, resultaba extraño ver a alguien usando "el antiguo medio de locomoción natural" - como solían llamarle al acto de caminar en una de las tantas campañas publicitarias, creyéndose graciosos y creativos.


El nombre lo debían no sólo a su bajo costo, sino a su jactancia de no alterar el medio ambiente con residuos de combustión. La escasez de petróleo, el fracaso estrepitoso del bio diesel y la falta de practicidad de la energía eólica y solar para crear un medio de transporte útil, hicieron que grandes ingenieros de todo el mundo trabajaran mancomunadamente para converger en lo que fue el combustible más traicionero jamás descubierto, pues tras el disfraz de inofensivo ocultó los efectos colaterales que acabaron con la vida como se la conocía.


"El elemento que da origen a la vida, es el mismo que nos brindará su energía para poder mantener en marcha nuestro estilo de vida", anunciaba con orgullo aquel joven científico en el histórico simposio de energía sustentable. Y en principio todos creyeron eso. Cómo pensar que podía hacer daño alguno un artefacto que sólo requería de agua común y corriente para propulsarse. Bastaba con conectarlo a cualquier grifo y dejar que se alimente con sus dos litros de líquido vital, que permitían algo así como 200 Km. de autonomía. Era perfecto, soñadamente perfecto. El argumento de la inocuidad de este dispositivo era verdaderamente creíble, debo reconocerlo. El complicado proceso mediante el cual se extraía energía del agua, tenía como única consecuencia que ésta se vaporizara, resultado que con la ayuda del popular ciclo asumía nuevamente su forma original, en apariencia al menos.


Un ligero error de cálculos hizo que se ignorara por completo la pérdida gradual de toda característica vital del líquido elemento, convirtiendo lo que otrora había sido fuente inagotable de vida, en fuente inagotable de un mortífero veneno. Bastaron 10 años para arruinar las reservas más importantes. Pronto una botella costaba el equivalente a tres eco automóviles. Ni los más pudientes podían darse el lujo de bañarse pues aquello equivalía a adquirir un condominio.


No tuvo que pasar mucho tiempo para que ni en botellas se consiga. El agua era historia, las muertes por deshidratación, los cadáveres pudriéndose por las calles y el fétido hedor que estos producían, combinados con las multitudes mugrientas comenzaron a formar parte del paisaje cotidiano. El caos y la desesperanza fueron amos y señores de la vida de cada ser humano. Nada podía hacerse. Los más osados optaban por el suicidio.


De pronto se esparció como una epidemia de gripe la idea de beber los jugos de los cadáveres frescos. Resulta repulsivo siquiera pensar en ello, lo sé, pero por esos días era la idea más lógica que se había escuchado. Se pidió por este mismo motivo públicamente que todo aquel que decida quitarse la vida por propia desesperación, tenga el decoro de acercarse previamente a un centro de extracción de fluidos, que fueron instalados improvisadamente en carpas distribuidas estratégicamente por toda la ciudad.


Claro que cuantitativamente esta idea no era suficiente. No alcanzaban los muertos, no eran muchos los que optaban por abandonar este mundo por sus propios medios.


Las sospechas de asesinatos no tardaron en resonar en la comunidad médica. Se decía - y luego se comprobó - que el personal de los hospitales y clínicas habían comenzado a abandonar a los enfermos, para agilizar el trámite de obtención de líquidos.


Y ya sólo quedaba un paso. De dejar que un ser humano muera enfermo, infectado por alguna peste, envenenado por el agua arruinada o simplemente deshidratado, a provocar activamente su pase a algún centro de extracción, no faltaba nada. Y aquellos asesinatos, que comenzaron siendo pudorosamente ocultados, disimulados por todos, fueron explícitamente aceptados por todos tiempo después. Era sabido, y nada podía hacerse, que la gente asesinaba para tener qué beber. Y qué comer, pues los animales y plantas morían de la misma manera que los seres humanos ante la ingesta de agua.


Fue entonces cuando se decidió organizar los crímenes. Se anunciarían en cada municipio listas diarias que daban a conocer "quienes serían los siguientes héroes solidarios de la humanidad". Se escogían al azar, aunque dentro del rango de edad de mayores de 30 años y sólo hombres. Y luego la cota fue fijada en 25 años. Posteriormente se abandonó la restricción que discriminaba al sexo femenino. Luego ya no importó la edad. Luego ya no importó nada.


Hoy día ya no queda casi rastro de vida. Sólo el que suscribe, que encontró una manera práctica de distraer al organismo de la falta de hidratación. Si tiene o no sentido dejar plasmado en un papel cual fue la manera más o menos exacta mediante la cual el hombre acabó con su especie, no lo sé, y no tengo la lucidez mental para averiguarlo. Sólo escribo para no verme obligado a asesinar a otra persona nuevamente, pues aunque no parezca, la humanidad es lo último que pierde un ser humano.

Por Nico




Galopa veloz y pesado el caballo. Su armadura lo hace mas grande de lo que realmente es. Sus bramidos despiden grandes bocanadas de vapor en el aire frío y húmedo de la madrugada.

El jinete exhibe su espada majestuosa cortando el aire a su paso. Arremete contra los primeros guerreros en el desolado campo de batalla. Tumba a algunos al chocarlos y a otros los derriba blandiendo su espada a derecha e izquierda, cortando armaduras y carne, mezclando sangre tibia con antiguos vestigios de sangre de anteriores batallas.

Una flecha alcanza su pierna derecha a la altura del muslo. Siente el caliente latigazo en medio del galope. Sabe lo que es, pero no detiene su marcha. La adrenalina se apodera de su ser y bloquea todo dolor. Derriba otro guerrero quien solo consiguió rayar la armadura del caballo con su espada.

Otra flecha traza una parabola perfecta en el aire y se introduce en el pecho del caballo. Sus patas se traban y comienza a caer hacia adelante. Las patas traseras se despegan del suelo. El jinete es empujado hacia arriba. El caballo cae golpeando con la cabeza y el cuello contra el suelo. El jinete aterriza dando vueltas y golpeando varias veces con los brazos, cabeza, espalda y piernas en el duro suelo.

Tiene muchos de sus huesos rotos, pero no siente nada. Ya ha muerto.

El caballo lanza al cielo su último relincho y deposita suavemente su cabeza en el suelo. También muere.

Tras los restos del caballo y del jinete se acerca al galope el resto de la caballería. Pasan por los lados y por arriba de los cadáveres sin prestarles demasiada atención. Continúan su legado.

Mas tarde todos los jinetes han muerto. Se han llevado consigo a la mitad de los arqueros y a un buen número de guerreros.

El monarca resguardado tras medio ejército, ordena al resto de los espadachines a posicionarse. Tras estos, envía a sus arqueros.

El enemigo diezmado comienza su retirada. La caballería retrocede apurada y se separa. La mitad se dirige a proteger al rey. La otra mitad se aleja en dirección contraria. Los pocos arqueros que quedan, siguen los pasos de los caballos huyendo hacia el este.

Es la última oportunidad del atacante, quien dirige espadachines y arqueros en pos del rey. Va ganando terreno. A cada paso su ego se duplica. Sabe que ganará.

De pronto una lluvia de flechas diezma la defensa del atacante. Se puede ver a los caballos y arqueros que huían, atacando por el flanco izquierdo. Inmediatamente ordena a todos sus soldados volver, pero es tarde. La caballería enemiga llega antes.

El jugador baja los brazos, y con eterno ademán de desilusión, voltea la pieza más importante de toda la partida.

Jaque Mate.

Por Lolo


Yo sabía que el tren iba a descarrilar. Iban a morir 127 personas en el accidente. La formación iba a salirse de las vías en el kilómetro 27, a la altura de un pueblo llamado Lorne. El mal estado de las vías en el cruce de un vado ocasionaría la tragedia.

Me subí y me senté en el noveno vagón, en la octava fila del lado izquierdo. A mí lado estaba sentada una mujer de buen aspecto. Lucía un poco apurada para ser las siete de la tarde. Debería tener unos cuarenta años. Iba a morir en el accidente. Tal vez, si hubiera sabido su destino, no habría estado tan apurada.

Cuando sonó el silbato sentí un escalofrío. El rugido de la locomotora podía escucharse y pronto la formación se puso en movimiento. Ni el punto de partida ni el de llegada importaba. Sólo importaba Lorne.

La mujer me miró e indagó “¿vos viajás solo?”. Sólo atiné a mover mi cabeza de un lado a otro y luego girar hacia la ventana, para que no me hiciera más preguntas. Seguramente le extrañó ver a un niño de siete años sentado sólo en el tren.

Faltaban pocos metros para el descarrilamiento. Entrelacé mis manos. Imaginé la vía del tren e hice que cediera cuando comenzó a pasar la locomotora. El convoy comenzó a virar hacia un costado, y comenzaron los gritos desesperados dentro de los vagones. Los lamentos eran descomunales. Pronto, el tren comenzó a incendiarse mientras cada vagón iba hundiéndose contra el otro.

Desde mi ventanilla podía ver todo el accidente. Cuando faltaba poco para que el noveno vagón colisionara con el octavo, simplemente salí y me paré sobre el terraplén, a salvo. Todo ocurrió, como ya les dije, en el kilómetro 27, en el poblado de Lorne. Era el mismo lugar donde en un accidente férreo había perdido mi vida. Hace siete años.

Por Nico


La Caverna del Rey Kopmo fue conocida como uno de los mayores mitos de la historia. Existen muchas teorías - basadas en los comentarios de los indígenas de la zona - acerca de su paradero, pero ninguna excavación ha podido dar con ella. También hay historias.

Se cuenta la historia de un explorador, que había conseguido llegar hasta el corazón mismo de la caverna sin siquiera darse cuenta. Se dice que allí encontró tres puertas en medio del habitáculo. Tres inmensas puertas de madera maciza que se alzaban desde el piso hasta el techo, pero que no tenían nada atrás ni a los costados. Cada puerta estaba marcada con una insignia grabada a fuego: una rosa, una silla y una espada. En el centro mismo de cada puerta, había un reluciente pomo de oro.
Dicen que el explorador se acercó a la primer puerta, la de la rosa.

Estando a menos de dos metros de la puerta, noté el verdadero tamaño que tenía. La puerta doblaba mi altura. Pude ver mi reflejo en el inmenso pomo dorado, y pude sentir cómo comenzaba a vibrar. No quise detenerme ahí, aunque el corazón me lo pedía a gritos. Seguí adelante. Cuanto más me acercaba a la puerta, más vibraba el pomo. Estando ya a unos veinte centímetros, posé todo mi peso sobre la pierna izquierda y me incliné hacia ese lado para comprobar que realmente no había nada tras la puerta, pero pese a no ver nada, sentía dentro de la puerta que algo se estaba despertando. Algo estaba pasando tras aquella puerta y no podía irme sin averiguarlo. Acerqué mi mano hacia el pomo que vibraba fuertemente. Comencé a sentir, en las yemas de mis dedos, el aire que se movía alrededor del pomo. De repente dejó de vibrar. Retiré mi mano exaltado y pude ver mi reflejo con gran detalle. Pude ver mi cara con los ojos abiertos de par en par, una gota de sudor que corría por mi frente hacia el centro de mis ojos, y la gorra vieja y desgastada cubriendo una creciente calva. Recuperado del sobresalto, posé rápidamente mi mano sobre la suave y fría superficie de oro. La puerta comezó a abrirse sola. Me retiré tres pasos hacia atrás, para que la puerta no me arrastre consigo, y luego de pocos segundos pude ver su interior.

El explorador no pudo creer lo que vió. Parado frente a él se encontraba el mismísimo Rey Kopmo que lo miraba fijamente a los ojos. Dio un paso atrás horrorizado por la extraña mutación que tenía frente a sus ojos, y en el mismo instante, el Rey Kopmo imitó el movimiento. El explorador levantó su brazo izquierdo como protegiéndose de cualquier ataque que pudiera recibir, y al mismo tiempo, el Rey hizo lo propio con el brazo derecho.

Comprendí en ese momento que lo que estaba viendo era mi reflejo. Detrás de aquella puerta, mi reflejo era el del Rey. De su cintura hacia abajo, crecían peludas y anchas, dos piernas de cabra, que terminaban en afiladas pesuñas blancas. De la cintura hacia arriba, un torso humano, excesivamente musculoso, y sobre el cuello, una negra e inmensa cabeza de cuervo. Realicé algunos movimientos para asegurarme que era mi reflejo, y fue entonces cuando, por el rabillo del ojo, pude ver un pico que salía de mi propia cara. Desvié la vista hacia abajo y vi las mismas piernas de cabra que veía en el reflejo dentro de la puerta.

La caverna comenzó a iluminarse, y comenzó a tomar vida todo a su alrededor. De la puerta que tenía la silla comenzaron a salir extrañas criaturas de mediano tamaño, que hacían una reverencia al pasar por su lado. De la puerta de la espada, comenzaron a salir criaturas más parecidas al Rey, con torzo y cabeza humanos y patas de cabra, armados con lanzas y escudos.
Esa era su servidumbre y sus guardianes.

Del explorador no se supo nunca más nada. Nadie lo volvió a ver, ni se han encontrado restos.
De todas formas, todos sabemos que es solo un mito.

Por Max

Catorce viejas y un can ocupaban toda la vereda por la que yo pretendía transitar. Octogenarias repulsivas a simple vista. Quejándose y maldiciendo cualquier obra o acto del hombre que no hayan realizado ellas mismas, con sus propias manos. Y rememorando segundo a segundo lo buenos que eran los días cuando ellas eran jóvenes, cuando le encontraban otro sentido a la vida que no sea sólo renegar de todo.

El cuadrúpedo por su parte no se quedaba atrás, ni en años ni en gruñidos. Aunque lo intentaba era absolutamente imposible poder descifrar a qué rara amalgama de razas se acercaba. Era deforme. Su cuerpo alargado recordaba al del Dachshund, mejor conocido como salchicha. Su pelaje desparejo, enmarañado y de un color negruzco con vetas grises repartidas desprolijamente por su lomo, su joroba que causaba que su mirada estuviera siempre más pendiente del suelo que del horizonte, hacían sentir más la presencia de una hiena que de un animal doméstico. Una hiena estirada y con las patas cortas y chuecas. Se percibía que adoraba a algunas de aquellas ancianas. Quizás a cada una de ellas. Marchaba 30 pasos delante del grupo, ladrando a cuanto movimiento o sonido detectara. Y se aseguraba, persistentemente, que continuaran acompañándolo, como si esa fuera su razón de vivir, como si de eso dependiera la vida absurda de aquel grupo de decrepitud.

Maldita la hora que me encontré con ellas y con su perro. Aunque dudo si la relación no se daba a la inversa, si las viejas eran en realidad del perro, y él las sacaba a pasear cuidadosamente. Sea como sea, llegó el momento en el que nos encontramos frente a frente. Yo, dirigiéndome en dirección norte-sur, completamente cerrado a la idea de que no me cruzaría de calle. No tenían más derechos que yo, no tenía por qué hacerlo. Tampoco iba a bajar al cordón para que las catorce viejas continuaran su marcha de quejidos insoportables. No señor. Yo no iba a dar el brazo a torcer ante esa horda de jovatas disconformes del mundo.

Ellas, por su parte, marchaban en dirección sur-norte. El animalejo se había adelantado un poco más, ahora posando su vista intermitentemente en mí, acompañándola de ladridos. No se si me insultaba, si me pedía que les abra paso, o simplemente si me saludaba. Yo no me iba a correr. Apenas si disminuí la marcha para que el viento no apagara el fósforo con el que encendí mi cigarrillo. Tiré la caja y el fósforo en el cordón. Tenía otro motivo para no moverme de vereda. A media cuadra de allí estaba el maxi kiosco del polaco, otro viejo renegado que me abastecía de cigarros y fósforos.

Con las manos en los bolsillos juntaba las dos mitades de mi campera de jean en mi estómago. No tenía frío, era como una suerte de armadura lo que quería formar. Estaba a punto de pasar entre aquellas gerontes y sentía la necesidad de protegerme. Me daban asco con sus caras de insatisfacción. Seguramente lo más cercano que tenían a un nieto era ese desagradable animal que llevaba la delantera.

LLegó el momento del cruce. Cuando pasé por al lado del perro, me clavó una mirada más bien bonachona, como quien te saluda porque te esperaba ansiosamente hace tiempo. Fue él el que se hizo a un lado. Era la primer victoria que lograba. Faltaban las viejas, que no tardaron en llegar. Ellas a diferencia de su perro no se hicieron a un lado. No se inmutaron. Continuaron quejándose de todo, sin percibir mi presencia ni mis intenciones de atravesarlas para seguir mi camino. Entonces tuve que torcionar un poco mi cuerpo, sin quitar las manos de los bolsillos, para lograr pasar. No pude evitar que una de ellas choque mi hombro, desequilibrándome, obligándome a apoyar mi pie izquierdo lejos de mi centro, para recuperar la estabilidad. Inmediatamente otra anciana se llevó puesto mi pie, y prácticamente di un giro de ciento ochenta grados, quedando sin el cigarrillo en mi boca y con la vista puesta en dirección al perro. Tuve un instante de furia desmedida. De haber tenido un arma posiblemente les hubiese dado al menos un susto, que a su edad podría ser sinónimo de muerte. Pero una calma repentina me hizo volver a mis cabales. No pude evitar continuar mi marcha. Nuestra marcha. Cada tanto el perrito nos mira. Nos cuida. Como si supiera que este mundo lleno de jóvenes maleducados es peligroso para nosotras. En otra época una podía caminar tranquila por la calle. Ahora no, más vale andar en grupo así nos cuidamos entre nosotras.

Por Nico


El hombre caminaba delante mio. No había notado mi presencia. Su pantalón se arrugaba a la altura de sus rodillas a cada paso que daba. A cada paso que daba, yo me acercaba cada vez mas.

Caminamos así durante algunos minutos. El con su destino fijado, y yo en pos de él. La cacería no duraría mucho.

Nunca faltaron casos como este. Son siempre entretenidos. La soledad se disipa por apenas algunos minutos, esa persona que sigo y yo tenemos mucho en común... por algunos pocos minutos. Estos casos se daban cuando una persona, burlándose de su destino, escapa de mi varias veces. En este caso, fueron cuatro veces. La solución es la misma: cazarlos cuando menos lo esperan, agarrarlos de sorpresa, no darles tiempo a escapar nuevamente.

Las veredas de la avenida principal estaban atestadas de gente. Un sinfín de cabezas y colores se podian ver subiendo o bajando el tramo entre las calles San Martin y Belgrano. El inhumano ruido de vehículos, voces, celulares y maquinas varias, hacían de este cuadro, un perfecto caldo de cultivos para la locura. Sólo hacía falta cambiar el sonido, o solo bajar el volumen, la ciudad sola se expresa: una hermosa danza de colores, formas y sensaciones.

Por un momento lo perdí de vista. El corazón comenzó a galopar dentro del pecho. La preocupación se apoderó de mi. Miré en la dirección que llevaba el hombre, pero no estaba. Miré hacia los costados y tampoco. Hasta que por fin di con él. Estaba simplemente frente a mí. En la vereda del frente. Mirandome.

Podía sentir su mirada posada en mis ojos, podía sentir como su sangre corría por sus venas, podía sentir su respiración, podía oler su sudor, podía notar el suave meneo de su pelo en la brisa matinal.

Crucé la calle. El parecía querer hacer lo mismo, pero solo quedó parado. Pase por su costado y me paré tras él. Sus hombros bajaban y subían al ritmo de su respiración. Podía escuchar los latidos de su corazón. Sentía su preocupación y su miedo. Note cuando acercó su mano derecha al pecho. Comenzó a ejercer una fuerte presión sobre el lado izquierdo. Sus latidos eran una torpe batería de sonidos, algunos fuertes, otros débiles, otros ausentes. Entonces actué. Posé mi mano en su hombro derecho y al instante sentí como algo dentro suyo se quebró. Un fuerte chasquido resonó dentro de su pecho y al instante, el hombre que otrora había burlado mi habilidad, cayó rotundamente al suelo, despojado de cualquier signo de vida.

Me retiré dejando atras a la multitud que se amontonaba para ver el nuevo cadaver que yacía en el piso. Me retiré pensando: "no se sorprendan ni se asusten, mi trabajo es este. No traten de escapar. Sea donde sea, nos vamos a encontrar".

Por Lolo


Verónica lloraba en un rincón. Desconsolada. Lloraba sabiendo que había perdido a la persona que más quería en el mundo. Sus lágrimas manchaban el piso de madera del comedor.

La aflicción de Verónica era tal que Martín, distante sentado en un banco del living, también sentía ganas de llorar aunque no sabía por qué no podía ni siquiera soltar una lágrima. Apenas atinaba a mirarla con una tristeza profunda, pero sin coraje para acercarse, abrazarla y consolarla.

Verónica sollozaba, suspiraba, y volvía al llanto sin consuelo, que parecía eterno.
Martín tenía una mueca rara en la comisura de los labios, como queriendo llorar.

Las lágrimas en el piso reflejaban el rostro de Verónica. Su belleza extraordinaria no se opacaba con los lamentos. Vestía su usual pantalón de jean, una remera azul sin mangas y su cabello estaba semi recogido en la nuca.

Martín, en cambio, vestía una camisa gris y un pantalón de lino negro. Desde su banco miraba el retrato de una Verónica que parecía desconocida. Nunca la había visto llorar. Siempre tuvo sonrisas, caricias y miradas tiernas. Esta vez no. Sólo sollozos.

Por la ventana del comedor, la luz tenue del sol iluminaba a través de las cortinas el rostro de Verónica.

A Martín no había claridad que lo iluminara. Estaba sólo en oscuridad del living, cubierto de sombras.

Verónica sentía mucho dolor, no encontraba consuelo a su aflicción. En un segundo de alivio dijo, con la voz entrecortada: -¡Martín!

Al escuchar su nombre, Martín empezó a experimentar palpitaciones, sudoración y un nerviosismo que jamás había sentido. Intentó pararse y acercarse a Verónica, pero no podía. Estaba inmovilizado. Era imposible ir hasta donde estaba ella.

Verónica se levantó del piso, llorando aún, y se fue de aquella esquina.

Martín quiso gritar y llamarla. Fue entonces cuando el cuarto oscuro de la casa viró en una sala inmaculada e iluminada, pestilente de alcohol y cloro. El banco en el que estaba sentado era simplemente una camilla. Sintió su respiración estimulada por una máquina y una serie agujas lastimando sus venas. Verónica no había sobrevivido el accidente de ésa madrugada.

por Max

Me desperté sobresaltado, dando una profunda inhalación, como si mis pulmones hubieran estado completamente vacíos por largo tiempo. Mi corazón galopaba frenético acelerando mi sangre y mi aliento. Podía sentir las pupilas dilatadas queriendo abarcar todo aquello que la oscuridad les negaba.

Ambas manos, que extrañamente se encontraban semi entrelazadas a la altura del pecho, se apuraron a quitar la obstrucción que comenzaba a molestar en mi garganta. Era un ajustado nudo de corbata. A pesar de lo infinitamente extraño que me resultaba llevar una corbata, aflojé el lazo sin más cuestionamientos pues había detalles en aquella situación que merecían más atención, como el sofocante olor a humedad con un trasfondo leve a madera laqueada, o el calor que se volvía más y más importante con cada segundo de respiración presurosa.

Cuando noté la escasez de oxígeno en el aire el estremecimiento gobernó mi mente y mi cuerpo. Intenté incorporarme pero una barrera golpeó mi cabeza y mitigó la huída. La estrechez del sitio que me apresaba impedía casi cualquier movimiento. Entonces entendí. Exploré aquella superficie con las palmas de mis manos. Primero con calma, analizándola. Luego ejerciendo presión hacia arriba, queriendo apartarla de mí, lanzarla bien lejos para que ya nada me separe del firmamento. Los golpes se convirtieron en rasguños desesperados al notar que cualquier esfuerzo era en vano. Las astillas debajo de mis uñas provocaron ardientes laceraciones que se hicieron más intensas con cada gota de sangre. El aire ya no contenía nada que le sirviera a mis pulmones. Me mareaba.

Uno de mis últimos brotes de razón me hizo comprender que de allí no había salida posible. Fue entonces cuando hundí mis dedos sanguinolentos en las cuencas de mis ojos. Acabé con ellos, pude escucharlos reventar. Sentí su contenido viscoso bañando mis sienes. El dolor era intolerable, pero más lo era el encierro. Con la destrucción salvaje de mi rostro pude olvidar la horrenda prisión en la que me encontraba. Lancé un alarido que se ahogó casi antes de poder salir de mi boca.

Repentinamente, comencé a experimentar una acogedora paz que subía desde mis pies. Mis músculos se adormecían, al igual que mis pulmones. Ya no era necesario respirar, ni ver, ni escapar. La oscuridad se hizo luz, la luz se tornó en la nada misma y todo terminó.

Me desperté sobresaltado, dando una gran inhalación, como si mis pulmones hubieran estado completamente vacíos por largo tiempo. Tenía la boca seca. Muy seca. Necesitaba humedecer mis labios y sentir de paso el alivio de la realidad que otra vez imperaba. - Qué fue eso -, me pregunté, instantes antes de que la tapa castigara mi frente nuevamente. Eternamente.

Por Nico


Todas las noches se repite el mismo sueño, desde hace varias noches.

Estoy en el fondo del patio. Un pasillo. Cuatro departamentos a mi izquierda, cuatro a mi derecha. Es de noche y el pasillo esta completamente iluminado. Se escucha un televisor lejano y un tanque de agua cargando. Estoy fumando. Al frente del terreno hay un enrejado azul y delante de él, la calle vacía y oscura. Me acerco al enrejado, me siento en un cantero. El mundo parece vacío. El televisor ya no suena. Un gato pasa por la calle y al llegar a la otra vereda apura su paso y desaparece entre arbustos. Se sienten pisadas de perro. Es un perro negro. Pasa por la calle sin notar mi presencia. No me muevo. La colilla del cigarrillo me quema los dedos, y sin pensarlo la arrojo a la calle. El perro se detiene, se dirige hacia la colilla aún encendida, la olfatea, levanta la vista y me mira. No me muevo. Levanta su labio superior y muestra sus colmillos. No me muevo. Larga un primer ladrido estridente en el silencio de la noche y agacha su cabeza sin desviar su vista. Le siguen otros dos ladridos, más fuertes que el primero. No me muevo. El perro emprende un galope en mi dirección con sus colmillos al aire. Un chorro de saliva se escapa entre la comisura de sus labios. No me muevo. La reja nos separa. El perro ladra cada vez más fuerte. Las luces del pasillo, a mis espaldas, le dan un color rojizo a sus ojos. La reja no esta. El perro salta en mi dirección con la mandíbula abierta de par en par y muerde. Y yo no me muevo.

Todas las noches. No me muevo. Excepto esta noche.

El perro ladra, se agacha y corre hacia mí. La reja nos separa. Yo estoy sentado en el cantero. Los brazos me cuelgan pesados a mis costados. El perro está tras la reja. Me inclino hacia adelante y me pongo de pie. El perro calla, esconde los colmillos, retrocede un paso y se sienta sobre sus patas traseras. Nos miramos durante unos segundos. Luego hablo.

-¿Por qué?-

El perro no hace más que mirarme

-¿¡¡¡POR QUEEEE!!!?-, grito.

El perro se levanta, da media vuelta y comienza a caminar. Un ataque de ira invade mis pensamientos. Quiero saltar sobre él, alcanzarlo, morderlo, matarlo. Pero la reja nos separa, esa misma que noches atrás desaparecía. El perro continúa su marcha inicial sin prestarme atención hasta que lo pierdo de vista.

Esta noche me quedo en mi sueño esperando que la reja desaparezca. No pienso moverme de aquí. Esta noche me quedo aquí.

Por Lolo

Hoy salí del edificio un tanto apurado. El cielo estaba encapotado, gris y amenazante. Nunca me gustó usar paraguas, así que no tenía ninguno. Entonces, si se largaba a llover, debería cruzar las diez cuadras hasta la oficina, llegar mojado y de mal humor.

Mientras apuraba el paso, vi como un cristal se partía al estrellarse contra la vereda. Extrañado, miré para detectar qué desubicado estaba arrojando vidrios por el balcón. No vi nada. De pronto, otro estallido de cristales contra el suelo y lo que parecía un hecho aislado se convirtió en un fenómeno repetido y recurrente.

Corrí debajo del alero de la farmacia de la esquina y vi como miles de cristales caían desde el cielo sobre la calle, las veredas y algunas personas, que intentaban protegerse de tal demencial diluvio.

El sonido de vidrios rompiéndose contra la superficie era atormentador. Algunas partículas me dieron en el sobretodo y me cubrí como pude las manos y la cabeza, mientras escuchaba gritos aterradores de gente que había sido alcanzada por los cristales.

Fueron minutos que parecían años. El crepitar de los cristales contra el pavimento parecía no tener fin.

Cuando acabó, la imagen era dantesca: personas yacían en el piso ensangrentadas por la inusual torva. Me miré y apenas tenía unos rasguños en las manos. Respiré aliviado. Pero sólo fue un momento. Temprano me di cuenta de que un cristal atravesaba mi pecho, y poco a poco me fui quedando sentado, mientras una leve llovizna, esta vez de agua, comenzó a lavar la sangre del asfalto.

Por Nico


El mar era el mismo de siempre. Cien años después, todo seguía igual. La costa no había cambiado, las palmeras parecían ser exactamente las mismas, el oleaje era idéntico que en aquel tiempo, el olor, la luz, la sensación. Todo era igual.

Una larga hilera de pisadas quedaban tras de mi. Estaba solo. Volvía a estar solo.

Recordaba perfectamente la primera vez que fui a aquel sitio. Me recordaba mucho más impaciente, más nervioso. Esta vez ya no tenía tanto miedo. Sabía a qué me enfrentaba.

La larga caminata por la playa terminaba en un gran círculo de sal, donde se encontraba el jefe, sentado en el centro, mirando hacia el mar. Íbamos a charlar lo mismo que hace cien años atrás: el balance y la proyección para los próximos cien años. Pero esta vez fue distinto. El jefe quería hablar de mí. Lo sabía desde antes de llegar. Todo lo que el jefe quería que sepamos, nos lo hacia saber sin necesidad de hablar.

Al llegar, lo vi igual que hace cien años. La cabellera le colgaba de la nuca hasta la mitad de la espalda. Estaba desnudo, sentado en una pequeña esterilla con las piernas cruzadas hacia adelante.

Al sentirme llegar, el jefe giró su rostro en mi dirección. Sus ojos tan blancos como hace cien años se posaron sobre mí, y casi al instante el anciano comenzó a hablar.

-Voy a necesitar que me reemplaces. Mi tiempo en los mundos ya se está acabando. Durante los próximos cien años recibirás el entrenamiento necesario.
-Sabe el jefe que mi deseo es otro.
-Sí. Pero de todas formas serás mi reemplazo.

Sabía perfectamente lo que esto significaba: cientos de años en soledad atendiendo las demandas de las gentes de los mundos. Eso nadie lo quería. Entonces, el anciano se levantó de su postura de siempre, se acercó a mí, y me susurró al oído el motivo que lo llevo a él a aceptar tan sacrificado puesto.

Ahora que el jefe me lo dijo, conozco la verdad de todo y no puedo hacer otra cosa que esperar. Trabajo en controlar mi ansiedad, pues estos cien años son los más largos que he vivido, parecen no terminar más. El puesto del jefe me pertenece por derecho. Y no puedo dejar que nadie se adelante.

Por Lolo

Rara vez riego las plantas del balcón. Por alguna cuestión que no entiendo, insisten en seguir viviendo a pesar del poco interés que demuestro hacia ellas. Me son indiferentes, me da igual si están o no están. Cuando me acuerdo les tiro un poco de agua y, mientras la ciudad se sofoca con 39 grados, las plantas no se marchitan. Están ahí, firmes.

Hace unos días vi algo raro asomándose en el balcón. Me pareció extraño: vivo en un duodécimo piso y tal cosa es imposible. Atribuí la visión a mi cansancio, al calor, al hastío que me produce esta ciudad.

Horas más tarde lo volví a ver. Aunque no sé si lo vi o si sentí una presencia ajena. Las plantas estaban más verdes que nunca. Las ramas y hojas cubrían gran parte del balcón. Como si de un día para el otro, un elixir las hubiera empujado a colonizar ése sector del departamento. Tomé una tijera de podar, decidido a poner fin a tal situación ilógica.

Corté un gajo y comenzó a salir sangre. No podía creer lo que estaba viendo. Entré raudo al departamento y cerré la ventana. El balcón estaba regado en sangre. En mi desesperación tomé el teléfono y quise llamar a la policía. En ése momento vi un animal peludo que se posaba en el balcón con un aspecto sereno. Era una especie de mono de baja estatura. En sus ojos serenos se reflejaba mi nerviosismo.

El teléfono no funcionaba. Quise salir del departamento, pero las llaves no abrían. Empecé a gritar, pero parecía estar solo en un lugar que ya no parecía mi casa.
De a poco entendí que los esfuerzos eran inútiles. El simio parecía sonreírse. Las ramas terminaron por bloquear la luz exterior y de a poco fueron tirando más gajos por las rendijas de las ventanas.

Inmóvil, desesperanzado y aterrado empecé a llorar, impotente. El mono rompió uno de los vidrios y con una extraña caridad, me miró mientras un líquido rojo cubría todo el departamento. Me miraba mientras yacía en el piso, ahogándome en esa extraña savia de lugares remotos.

Por Nico


No era la primera vez que sucedía, solo que esta vez lo notamos todos. No podía ser más obvio.

Desde la muerte de Emilce no dejaban de suceder cosas inexplicables: una mecedora moviéndose sin que nadie la tocara; el olor inconfundible de sus Derby Suaves a la hora de la cena; sonidos de pasos y toses en plena noche; y un sinfín de pequeños detalles insignificantes que nos provocaban una sensación de incomodidad colectiva, muchas veces sin darnos cuenta.

Pero esta vez fue mucho más notorio.

La difunta anciana se encargaba cada primero de marzo de desarmar y limpiar completamente el calefactor de la sala. El cambio de clima en esa época del año, golpeaba sobre sus débiles articulaciones produciéndole fuertes dolores en rodillas y manos. Su único alivio era el microclima templado de la sala con el calefactor al mínimo.

El 2 de Marzo, encontramos el calefactor de la sala en mínimo. Nadie lo había encendido. Nos dimos cuenta que ya no podíamos dejar pasar el asunto y nos sentamos en la mesa dispuestos a conversar. Ya era inútil culpar al viento por el movimiento de la mecedora, o a los vecinos por el olor a cigarrillo. Esto no tenía ninguna explicación.

Pasados unos 30 minutos de la conversación, al nombrar a la vieja fallecida la mecedora se movió y continuó haciéndolo con la misma fuerza unos cuantos segundos. Se podían escuchar nuestros corazones latiendo deprisa en el silencio absoluto de la mesa, y antes que la mecedora se detuviese por completo, la anciana apareció.

- Ya es tarde para hacer cualquier cosa que hayan pensado hacer -, dijo con su arrugada y temblorosa voz.

Por más rara que resultaba la situación, nos quedamos inmóviles en las sillas.

- No se los ve asustados. Eso es bueno. Vengo a darles malas noticias... bastante malas. Acérquense.

Nos levantamos de la mesa y sin cuestionamientos nos acercamos. Por algún motivo que nos era desconocido, no teníamos temor a la anciana.

Ya a pocos centímetros de su mecedora, nos detuvimos sin sacarle la vista de encima. La anciana apunto su dedo índice hacia nuestra dirección y dijo: -Vean hacia la mesa.

Allí, sentados en las sillas y desparramados los brazos sobre la mesa, se encontraban nuestros cuerpos. La llave de gas del calefactor no dejaba de emanar su mortal contenido. Entonces, la anciana se levantó, caminó hasta el calefactor, y con su arrugada mano cerró la llave. Luego sonrió.

Por Lolo



Con los primeros destellos salimos corriendo del departamento y vimos como una luna color rojo surcaba el cielo en plena avenida Argentina. Corrimos sin mirar para dónde, imaginando que alejándonos de la ciudad encontraríamos el refugio de los suburbios y descampados.

Era de noche y la luna teñía de bermellón todo el cielo. Era surreal. Escalofriante. De una belleza aterradora. No sólo era roja, si no que ostentaba un tamaño impresionante. Parecía acercarse cada vez más.

Mis reflejos racionales se daban contra la pared al ver todo iluminado por ese color sangre de la luna, que otrora fuese fuente de inspiración de mis poemas y canciones.

Corrimos hacia el sector de descampado del norte de la ciudad, arañándonos las piernas con las espinas de las jarillas y de los alpatacos. Andrea y José se me perdían de vista. A los gritos podía saber que estaban cerca, pero no podía distinguirlos.

-¡Martín!-, escuché. Pero ya no podía ni siquiera distinguir la procedencia de tal llamado. La luna parecía seguir creciendo y el rojo se tornaba cada vez más denso. Seguí corriendo escuchando sólo mi respiración agitada por el monte estepario, y me dejé caer.

Cuando me desperté era de día y ya no había nada. No había ciudad, no había río, no había espinas. No había amigos, ni rostros conocidos. Tampoco había poemas ni canciones. Estaba sólo contemplando un escenario onírico, con la certeza de que no me quedaba mucho más tiempo. Sonreí y me dormí, ya tranquilo por no volver a ver esa maldita luna roja.

Por Nico


- No soy yo quien está ahí-, comenté en voz baja tratando que no me escuche ése a quien miraba. - Ese que lleva mi cara, mi cuerpo... no soy yo-.

Intentaba comprender la disparatada situación que se presentaba ante mis ojos, pero era en vano. Desorientado miro hacia abajo y veo mi cuerpo: la panza, los brazos a sus lados, las piernas y por último los pies. Definitivamente estaba acá, no allá.

El sujeto, una suerte de clon mío, estaba recostado en el césped, con las piernas cruzadas y los brazos abiertos. Su respiración era pausada y constante. El pelo semilargo y desordenado parecía descansar sobre el césped húmedo. Fue entonces cuando lo escuché.

- No te des vuelta. Se lo que te está pasando-, dijo.

Quise girar la cabeza para ver el portador de aquella voz, pero dos fuertes manos devolvieron mi cabeza a la posición en la que estaba sin que pudiera yo evitarlo.

-¡No te des vuelta!-, dijo con tono de regaño, pero susurrando. -No quiero que me mires. Si quieres entender lo que pasa, tendrás que hacerme caso-.

No tenía alternativa. Sus fuertes manos apuntaban mi cabeza hacia donde se encontraba mi clon y no tenían intención de dejar de hacerlo.

-Bueno-, contesté, y sus manos desaparecieron de mi radio de visión.

Sentí una fuerte tentación por girar la cabeza, pero sabía lo que sucedería si lo intentaba nuevamente, así que decidí permanecer en silencio hasta que el hablara. No tardó en hacerlo.

-Eso que estas viendo, es mitad verdad, mitad mentira. Tú estás acá... y estás allá también. Tú aquí, también eres mitad verdad, mitad mentira.

Una tosca mano masculina apareció por mi lado derecho y con un arrugado dedo índice señaló a mi clon.

- Mira debajo de su cabeza. ¿Qué ves?-, indagó.

Dirigí la vista hacia la cabeza, pero no noté nada raro.

-¡Allá! Debajo de la cabeza-, dijo sacudiendo su dedo en dirección a mi clon.

Afiné la vista y estire el cuello hacia adelante, pero no noté nada extraño. Pensé “césped”, e incluso estaba por decirlo, cuando comprendí de qué se trataba. Por debajo de la cabeza no-mía, entre las hojas del césped, y al ras del suelo, corría un silencioso manantial de sangre. Sangre oscura.

- Parece que te estas dando cuenta-, susurró.

Pero no era cierto, no lo estaba comprendiendo. Sacudí mi cabeza hacia los lados, en señal de incomprensión, esperando que me lo explicara, pero en vez de eso, agarró mi cabeza y la giró fuertemente hacia la derecha. Vi un choque. Un auto despidiendo grandes bocanadas de humo, y tras él, mi auto con el parabrisas roto por el lado del conductor.

Comprendí y recordé todo de inmediato. Recordé el reloj en mi muñeca marcando varios minutos de retraso, recordé la música que comenzó a sonar sola cuando arrancó el auto, recordé el encendedor en el asiento del acompañante, una frenada, el encendedor que cae, el intento de alcanzarlo y el choque. Supe entonces que lo que tenía frente a mis ojos era mi propia agonía.

-Tú, aquí, eres mitad verdad y mitad mentira. Ahora ya lo entiendes. Depende de ti de que lado te quedas.

Comprendía lo que decía, pero no sabía que hacer.

-¿Voy hacia allá?-, pregunté señalándome a mí mismo en el césped.

-Sí-, respondió.

Esa es mi historia. Es lo que me pasó. Pocos lo creen. Muchos creen que es mitad mentira.

Por Lolo

Jueves. Seis y media de la tarde. Llego del supermercado. Entro al edificio y respiro aliviado: deben haber 10 grados menos que los sofocantes 40 que hay afuera. Llamo al ascensor. Estoy cargado de bolsas. Transpirado. Cansado. Enojado con el cajero con quien discutí por su demora en atender a los clientes. El ascensor no se abre. No pienso subir con todas estas bolsas hasta el décimo piso.

Dejo todo en el piso y las puertas se abren. Obvio. Como cuando te prendés un pucho y justo pasa el puto colectivo que estuviste esperando una hora. Acarreo las compras del mes, en su mayoría cosas que –indefectiblemente- no me servirán para mucho, y aprieto el 10.

Comienzo a subir. Pienso que al llegar me voy a meter debajo de la ducha antes de acomodar todas las porquerías que hay en las bolsas. De pronto se apaga la luz, se prende al instante y el ascensor se para. El visor no dice en qué piso estoy. Sólo marca ERR, en el rojo habitual. –Genial-, mascullo. -Primero lo del cajero y ahora quedar varado quién sabe a qué altura-.

Aprieto el botón de emergencia, pero no escucho nada. Esbozo un “hola… ¡hola!”, pero el silencio es atormentador y me inquieto. Pienso que debo calmarme, que se va a abrir en el piso 2 y que como un idiota voy a tener que subir hasta mi departamento. Pero no pasa nada y noto como empiezan a correr los minutos.

Pienso que lo que pasa es ilógico, y maldigo simultáneamente al encargado, a la administradora y a mi estúpida idea de ir al supermercado un jueves por la tarde. “No es día de hacer compras”, murmuro agarrándome la cabeza, buscando culpables.

No puedo creer que nadie se dé cuenta de que estoy en el ascensor. No hay dos ascensores. ¿Cómo puede ser que nadie más quiera usarlo? Comienzo a gritar, con un poco de desesperación cada vez que repito “¿hay alguien?”. Sólo silencio.

Me siento en el piso y noto que no están las bolsas. Eran cinco. Estoy seguro. No puede ser posible que no estén. En mi mente recorro hacia atrás lo que hice y recuerdo claramente que entré como pude con las bolsas al maldito ascensor. Estoy absolutamente solo, sin nada. No entiendo. Comienzo a asustarme. Como un flash vuelve a mí el momento en que se apagó la luz y volvió. Nunca me fijé si estaban las bolsas en ése momento.

Mi desesperación y angustia aumentan. No entiendo nada. Me levanto y empiezo a gritar pidiendo auxilio. Se me escapan unas lágrimas de terror. Me siento asfixiado, pávido por la situación, no puedo pensar en nada que no sea poder salir de ése lugar siniestro. Transpiro. Me sudan las manos, la espalda. Tiemblo. Grito desesperado golpeando las puertas del ascensor.

Luego de unas horas, las puertas se abren. Creo estar en la planta baja. Una chica me mira impresionada por mi aspecto, supongo. Le explico lo qué me pasó y le pregunto por las bolsas y, como si me conociera, me dice: “Estoy hace dos horas esperándote…nunca voy a entender por qué los humanos se aferran a ilusiones y continuidades falsas en lugar de aceptar que el apagón es la muerte. Vamos”.

Por Nico

Verla me provocaba un rechazo estridente. Era sin dudas la mujer más vieja y colérica del vecindario. Se la podía ver a diferentes horas del día, agachada en su patio delantero, desgarrando las malezas que opacaban la débil belleza de sus flores, con sus arrugadas manos temblorosas, y su cano y largo cabello sobre su cara.

La hora de la siesta era el momento típico de gritos y reproches: era, claro, el momento en el que salíamos a jugar aquellos chicos que no dormíamos.

Una pelota que se desviaba y aterrizaba en su patio era el comienzo de la mas feroz huida hacia nuestras casas. Dábamos por descartado que el dueño de la pelota debía pensar en adquirir una nueva, mientras escuchabamos los gritos y maldiciones desde la protección de nuestros hogares.

Tampoco se podía hacer mucho ruido. Los festejos de un gol, el griterío de un campeonato de bolitas o el festejo por la victoria de una partida de matanza, eran algunas de las causas más comunes de reproches por parte de la anciana.

La alegría del regreso a mi casa, después de un duro día de escuela, se opacaba al momento de pasar frente a su casa. En ese momento se la solía ver sentada en el alero de su morada, en una reposera verde y roja. Mirando hacia la calle.

Cierto día, al regresar de la casa de un compañero de escuela, la vi en su patio regando sus flores. El suave menéo de la manguera y el delicioso sonido que provocaba el agua al hacer contacto con el suelo, eran terriblemente hipnotizadores. Tenía el cabello peinado hacia atras y una semi sonrisa que le afinaba sus gruesos labios. El débil ruido de una pequeña rama rompiéndose debajo de mi pie la sacó de su trance, y sin desfigurar la sonrisa, desvió su mirada y la clavó en mis ojos.

Su rostro había cambiado. En ese momento no pude notar la diferencia, pero se la veía mas joven, mas alegre... algo había cambiado. De pronto las comisuras de sus labios descendieron y alzando un poco su frente, abrió la boca y dijo "hola". Su voz sonaba serena y clara. Respondí al saludo intentando no sonar atemorizado. Luego la medianera de su casa se interpuso entre nosotros, y la perdí de vista.

En el trayecto entre su casa y la mía, me atacó una sensación de tranquilidad abrumadora, una mezcla inexplicable de felicidad, alivio y comodidad. La preocupación típica de esos momentos nunca apareció.

Entré a mi casa, y como de costumbre en ese horario, la mesa estaba servida con la merienda. Por lo que pude escuchar al entrar, mis papás hablaban de ella. Los saludé y me arrimé a la mesa. Al preguntar acerca del tema de conversación, mi papá, sin demasiadas vueltas, explicó: -Hoy al mediodía vinieron unas personas a lo de Mabel. Parece que el hijo de ella la encontró muerta en su habitación. La llevaron a la morgue.

Por Lolo

En los atardeceres del río Avede, justo en el recodo entre el farallón de la margen norte y el gran sauce al sur, el agua se torna tibia y tornasolada. Cuando el sol termina de irse, el agua conserva ése color y las ánimas se sientan en la orilla a mirar el paso del río.

Pocas veces las ánimas cambian su rito de observar durante el resto de la tarde y la noche el agua correr, contemplando sin cesar el pálido reflejo de sus rostros. El ritual dura sólo hasta el amanecer, cuando se desvanecen con el primer despunte del alba.

El recodo del río Avede es, todos lo saben en el pueblo, el lugar prohibido, al que sólo tienen acceso quienes ya han dejado este mundo.

Ayer por la tarde fui hasta ése lugar para ver si era verdad lo que todos dicen. Con el caer del sol descubrí todo. Estoy encerrado en un eco del río, viendo las luces tornasoladas debajo del farallón. Atrapado para siempre. Vivo. Y muerto.

Por Lolo

El Loco es una persona que siempre despertó simpatía. Nadie sabe de los pensamientos que anidan en su cabeza. Nadie es capaz de conocer sus secretos, ni los más nobles ni los más oscuros. Pero aún así conserva la capacidad de generar simpatía: la gente lo mira con una sonrisa y se da vuelta para seguir con sus trajines diarios.

Algunos dicen que era capaz de empeñar hasta sus sentimientos a cambio de los placeres más espurios y banales. Jamás podré comprobarlo. Jamás nadie podrá comprobarlo. A nadie le interesa comprobarlo.

Personalmente, lo recuerdo desde los años de mi infancia. Siempre caminando por las calles de la ciudad silbando una melodía amable que nunca logré distinguir. Solía ir caminando por el cordón cuneta haciendo equilibrio. Pasaba cerca de dónde vivíamos pero jamás les dirigió una palabra a mis padres. Ni una. Sólo silbaba.

Nadie le tenía miedo. Después de todo, el Loco era inofensivo. Se sentaba a oler rosas en los canteros de las plazas, se trepaba a los árboles y se quedaba horas escuchando a los pájaros cantar.

Luego de tantos años, ayer lo vi. A pesar de que nadie le temía, no pude evitar sentir que el corazón se me salía del pecho. Creí que lo había olvidado, pero no. Estaba ahí. Me miraba con reproche, creo que hasta con odio, con un rencor incompresible. Luego recordé: su fin habitaba en mis manos. El Loco estaba ahí. En mi espejo.



en la quimera

Todos tenemos nuestras quimeras. Esos relatos fantásticos o irreales, o donde se mezcla lo real con lo increíble, la vida con la muerte. Este espacio es apenas eso, un intento de explorar nuestras quimeras.

¡Bienvenidos!

seguidores